martes, 4 de agosto de 2015

NUESTRA SUPLICIO SE VA HACIENDO MAYOR.



Mal pintaba la cosa para la niña Suplicio cuando su madre pasó el suplicio de informarle, sin derecho a contestación, que no a réplica, que su padre, D. Trófimo, y ella habían decidido enviarla interna a un afamado colegio de señoritas donde sería cultivada en las artes, las letras, los números y los quehaceres propios de una señorita de su condición. Esto es inapelable.

. ¡Mamá! ¿Qué he hecho yo para que me tratéis de esta discriminatoria manera?

. ¡Suplicio, no hay más que hablar! Y se hizo el silencio.

El internado era un colegio de postín que le había aconsejado D. Demócrito, que era el rico del lugar además de un auténtico cacique y socio fundador del “Domitar” al que pertenecía D. Trófimo.

Institución Académica de Señoritas “Carísima de Monte Cuadrado” se llamaba el lugar en el cual ingresaría Suplicio por los próximos cinco cursos donde solo tendría unas fechas concretas de salir para ver a sus padres: Navidad, Semana Santa y el veraniego mes de octubre que era cuando el colegio cierra para acometer los arreglos pertinentes.

Concertada una entrevista con su directora, Dª Digna Mendizabal, auspiciada por D. Demócrito, Suplicio fue admitida de inmediato toda vez que el mencionado cacique era el accionista mayoritario y el que se llevaría grandes dividendos del dineral que tendría que pagar D. Trófimo por tener a la repelente de su hija Suplicio en tan alta Institución Académica.

Para hacer frente a los estipendios que sufragaría el internado en un acto de amor absoluto y desprendido D. Trófimo tuvo que vender la colección de cuadros realizados con alas de mosquitos de kenia heredados de su abuelo Segundo, que el quería como el primero, y que costaban un dineral.

Uniformidad total donde solo destacaba el ilustre escudo de “Carísima de Monte Cuadrado” bordado en seda e hilos de oro como único elemento distintivo.

En la verja del gran palacio que albergaba esta insigne Institución Académica una escena que desgarraba la epidermis hasta producir congojo: D. Trófimo al que acompañaba Suplicio madre y delante Suplicio hija.

. Suplicio, aquí te vas hacer gran señorita llena de virtuosismo y quién sabe si podrás estudiar hasta en la universidad, le dijo su madre con ojos contrito y mirada apagada mientras D. Trófimo se le ponía la faz blanca haciendo cuentas, que no salían ni a la de tres, y preguntándose que otra cosa de valor podría vender pues el busto de su tataratío-abuelo D. Crescencio General ni se tocaba.

. Madre, entro obligada y me propongo salir expulsada porque os habéis olvidado de que yo soy una contestataria.

. Después se dieron un frío abrazo y la repelente niña entró por la sobria y solemne puerta de la carísima institución.

La vida de Trófimo y Suplicio ganó en tranquilidad y sosiego aunque perdió en comodidad económica y visual pues todas las tardes, antes de tener que venderlos, el bueno del padre de Suplicio se dedica a limpiar el polvo a los cuadros realizados con las alas de mosquitos de Kenia y que ahora ese espacio de tiempo lo tenía vacío al igual que la cuenta corriente.

Suplicio no pegaba en ese ambiente tan escogido y selecto donde todas eran señoritas de verdad que tenían una delicadeza y educación exquisita. Ella no, ni la exquisitez ni la educación y menos la delicadeza entraban en su código de conducta pues como buena contestaria era asquerosamente repelente, aburrida, culta de sopa de letra además de antipática.

No se podía decir que iba mal en las correspondientes asignaturas aunque sus notas, a diferencia del resto, eran simplonas y ser simplonas en lugar de tanto nivel destacas por poco que hagas.

Sólo había una clase que le gustaba con desmesura, la de nueva cocina de Fausta de Fausto Recuerdo. Gran cocinera que ha tenido grandes restaurantes a su cargo como “El michelín de oro”, “Tenedor, plato hondo y nada en el fondo” o el carísimo: “Pague y váyase”.

En la clase siempre era la única que levantaba el dedo, la que salía para participar y la que participaba de interesantes debates entre Fausta y ella en medio de una nutrida clase de señoritas en actitud marsupial del ingente aburrimiento.

. ¡Hoy, Suplicio! ¡Atención niñas! Vamos a cocinar un exquisito plato de gran éxito en mi último restaurante: “¡Pague y váyase!

“Hoja de rúcula al vapor rellena de aire camprestre”. ¡Una exquisitez, lo que se dice una exquisitez! ¡Hasta reyes vinieron de países remotos para probar tan sofisticado plato!

Suplicio se le mudó de satisfacción su repelente carita mientras las demás miraban a la profesora con  verdadero asco.

Aprender algo aprendió aunque lo de cocinar fue....

Al final soportó y “soportaron” a Suplicio que con el caer de las hojas del calendario iba pasando de niña a mocita, de mocita a polluela y vamos a callarnos.

Cuando sus padres, cinco años más viejo en edad aunque exultantes en apariencia, fueron a recogerlas con ojos apesadumbrados le dijo de sopetón:

. ¡Ya soy mayor de edad y decido yo! ¡Quiero que me paguéis una buena universidad, los gastos de manutención porque quiero estudiar “Historia de la Genealogía”.

. D. Trófimo se empezó a encontrar muy mal mientras Suplicio madre, que también se había coloreado las sienes y parecía mucho más normal y joven, le contesto: ¡Nos alegramos de verte hija mía!

Al final, D. Trófimo tuvo que vender su colección de bolindres de la niñez a un importante anticuario porque uno de ellos pertenecía al desaparecido aristócrata D. Bibiano de Casas Mayores y Campo Alto. Menos mal que el montante total dio perfectamente para pagar los siete años de carrera en una buena universidad donde su hija Suplicio saldría Licenciada en Historia de la Genealogía, convirtiéndose en una adelantada a sus tiempos, y mientras él y su mujer Suplicio tendrían otros siete añitos de tranquilidad.

. ¡Padre, no voy a venir a veros en verano porque me voy hacer campamentos de trabajo donde todos sentados estudiamos la genealogía del escarabajo pelotero!

.Lo que tu hagas, Suplicio, bien hecho está, decía descansado D. Trófimo que temía a su hija más que un incendio en un pajar.

Y así Suplicio entre estudios y campamentos fue conociendo a varios pretendientes que al conocerla bien dejaban de pretenderla para correr en sana escapada.

Goselino, Folamón, Rufo, Rústico, fue con el que más duró, Lauro y hasta su profesor D. Colmán cayeron hipnotizados bajo la pánfila conversación y mirada mezquina que la hacía tan interesante.

Pero llegó él, el que tenía que llegar, y por eso llegó.

Todos sus pretendientes eran de clase bien, lo que podríamos llamar pijos, de derechas, cultos y de rectos principios aunque no intenciones pues todos, especialmente D. Colmán, eran unos sinvergüenzas de aquí te menees.

Él en cambio era distinto. Venía al campamento de verano, del mejor verano de sus vidas, con una beca o como los demás decían: ¡Subvencionado!

Sus padres no eran como sus padres y eso le hacía ser tan verdaderamente interesante. Por vez primera en su vida Suplicio se había enamorado.

Él tenía que llegar y llegó para quedarse porque no tenía a donde ir.

Iracundo Demenciano se llamaba y tanto el nombre como el apellido le hacían verdadero honor.  Era, como ella, contestatario además de ácrata por lo que ella se quedó prendida a su sombra pues además de amena charla, charlotadas decía él, leía a Ácrata Crhistie que era una mujer que valía lo que valían las alas de mosquitos de Kenia que tuvo que vender D. Trófimo para que pudiera estudiar en la “Carísima Institución” de la que era dueño D. Demócrito.

Y mientras Suplicio “intimaba” con Iracundo D. Trófimo estaba con Suplicio su mujer en un crucero por el Río Charco tan felizmente.

¡No se imaginaban lo que se les venía encima!

Jesús Rodríguez Arias


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