viernes, 9 de febrero de 2018

LA VIEJA ERMITA





Desde que se fuera aquél día de invierno que llovía a cantaros siempre volvía aunque fuese una vez al año a la vieja Ermita.

Allí se casaron sus padres, fue bautizado, recibió por vez primera la comunión, se casó…

Sí, la vieja Ermita que está arriba de aquél montículo se mantiene erguida a pesar de todos los pesares. Un lugar que transmite Paz y se respira la Fe. La preside un crucifijo que dicen es muy antiguo y que ya hace algunos años estuvieron algunos estudiosos del tema para llevárselo a la capital, hacerle un estudio y verificar lo que estimaban. No se movió por la oposición de todo el pueblo que no quería perder al depositario de tantas ilusiones, plegarias, lágrimas y silencios. El crucificado tiene nombre y se llama Señor Jesús.

Cada año intenta volver a sus orígenes que no han llegado a perderse ni por estar cerca de treinta años en otro lugar donde ha hecho una familia y un hogar, ni porque sus queridos padres hace más de diez murieran.

Las cadenas que le tienen agarrado a su pequeño y bonito pueblo donde es conocido y querido por igual es el Señor Jesús y la Vieja Ermita. Allí está toda su vida, allí despidió a sus padres, allí enterró sus fantasmas, allí cicatrizaron muchas de sus heridas, allí se hizo hombre, allí creció en la fe, allí constató que se estaba haciendo mayor cuando las canas poblaban sus sienes y esas interesantes barbas que llevara desde que viniera del servicio militar.

Le gustaba ir solo pues en la soledad y el silencio se encuentra uno a si mismo pero también lo hacía con Encarnación, su mujer, y sus tres niños hoy hechos hombres. Quería transmitir esa clase de Fe que solo se alcanza a sentir en ese lugar ante la mirada del Señor Jesús que nos recibe siempre a todos con los brazos abiertos.

Algún día cuando los niños cojan su camino le gustaría volver con Encarnación, de hecho están restaurando poco a poco la casa familiar en el centro del pueblo pues como ellos dicen: “Somos de aquí y aquí hemos de vivir y morir”.

A él le encanta pasear por su pueblo, perderse entre las estrechas calles con casas de piedra, con tejados uniforme, con olor a leña…

Le gusta caminar los senderos, caminos, veredas, adentrarse en la montaña, mirar esa águila que en el cielo planea, perder la vista en ese inmenso cielo que nos cubre y alberga y terminar sentado en el banco donde lo hacía su abuela, rezando al Señor Jesús que lo escucha, protege y por él vela.

Le gusta tanto su pueblo al que vuelve al menos una vez al año para reencontrarse con su vida, con sus recuerdos, con aquellos años donde siendo un pequeño jugaba en la plaza del árbol.

Está a punto de jubilarse después de más de 30 años sirviendo a España. Ha llegado hasta donde ha podido o mejor dicho, hasta donde lo han dejado. Los niños caminan solos y solo el pequeño sigue estudiando.

Hoy ha recibido dos cartas, las dos oficiales. Una es la del ayuntamiento de su pueblo para decirle que ya están empadronados y que le encantaría allí verlos. La otra le comunica que en un mes se jubila, que gracias por los servicios prestados, que ese día y en esa fecha tiene que asistir a un acto, el último de su carrera y el más importante en años.

Dos cartas que le emocionan mucho pues su presente se hace pasado y su pasado vuelve a ser su presente.

Y es que él es Guardia Civil y su vida ha sido siempre servir a España. Dentro de poco más de treinta días se retira y entonces piensa en volver a su pueblo, el de la Vieja Ermita que preside majestuoso y humano el Señor Jesús. Piensa volver más pronto que tarde con la Encarnación de su alma y su hijo Lucas que está terminando de estudiar esa oposición y que le ha dicho que puede hacerlo en el pueblo donde se encuentra tan bien y es tan feliz.

La próxima vez no será una visita, será para quedarse, será para vivir allí su vejez…

Jesús Rodríguez Arias

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