viernes, 30 de septiembre de 2016

ENRIQUETA





La recuerdo como esa imagen invariable de mi niñez. No, no me pidáis que le ponga fecha al propio tiempo que pasa y que no entiende de meses, días, horas o años.

La recuerdo asomada en su ventanuco, siempre sonriente, con una mirada clara y transparente que parecía mirar todo en todo momento.

Sí, la recuerdo con su vestido blanco. ¿O era de flores? Seguramente era blanco con flores aunque la verdadera flor era ella pues todos la querían y es que se daba a querer.

Enriqueta se llamaba y ni sé la edad que tendría pues cuando se es niño eso de calcular los años no es de mucha fiabilidad. Podría decir que no tenía edad, aunque sea una exageración, pues según quién la veía como una joven, una chica, una mujer aunque nunca una anciana. No, Enriqueta no era mayor como la abuela Jacinta que sentadita en su mecedora contaba los días hora por hora.

Algunas veces le preguntaba a mi padre por ella y él serio, con su impoluto uniforme, me decía con voz emocionada: ¡Es un ángel de Dios!  Mi madre me decía lo mismo mientras trasteaba en la cocina o limpiaba esas vasijas de cobre que de tanto limpiarlas parecían oro bendito.

Mis hermanos mayores ya andaban con “sus cosas” y después del colegio se iban a jugar el enésimo partido de fútbol con esa pelota demasiado vieja que todavía botaba y era capaz de colarse por toda la escuadra. Al final de la tarde cuando llegaban a la Casa venían siempre contentos con algún rasguño aquí o allá mientras mi madre les decía exasperada: “¿No habéis hecho los deberes todavía?” Nunca dijo que no sacaría provecho de ellos aunque alguna vez lo pensara.

Yo, solía quedar con Julio y Antonio, los hijos del inseparable compañero de mi padre, para jugar a las chapas o a las canicas aunque al final siempre acabábamos hablando de lo mismo: De lo que nos gustaría parecernos a nuestros padres y un día poder llevar como solo ellos eran capaces de llevarlo ese verde uniforme de la Guardia Civil.

Mientras jugábamos o desfilábamos como lo habíamos visto hacer a nuestros padres siempre me encontraba con la mirada dulce y callada de Enriqueta que seguía asomada en el ventanuco en una espera que se hacía eterna.

Los días pasaban e íbamos creciendo, o al menos eso pensábamos, heredando el vestuario de nuestros hermanos mayores que llegaban un poco más destrozados de la cuenta. Demasiado uso, demasiadas veces.

Un día, de esos menos pensado, vi que el ventanuco estaba vacío y que Enriqueta no estaba en él. Me preocupé porque no ver su figura con esa mirada perdida en ese horizonte que nunca podemos llegar aunque sin perder hilo de todo lo que pasaba y esa sonrisa tan dulce resultaba extraño, demasiado extraño.

Los días pasaban en casa sin parar mi padre con su compañero y amigo del alma Damián de servicio, mi madre trasteando en la cocina o enluciendo cualquier cacharro de bronce que se le pusiera a mano, mis hermanos que ya jugaban menos al fútbol y tonteaban con esas chiquillas de las que se decían perdidamente enamorados y yo con mis amigos Julio y Antonio jugando a la pelota que también habíamos heredado de nuestros mayores.

Cuando el cielo es negro porque ha llegado la noche y solo las débiles lucecillas que hay en la plaza iluminan la silueta de los gatos volvimos a ver a Enriqueta asomada en su ventanuco, estaba algo desmejorada aunque la misma sonrisa angelical de siempre.

Un día estando en la Iglesia en catequesis y aprovechando que el Padre Don Eulogio, hombre bueno que no tenía nunca nada suyo y que hasta la sotana la tenía gastada de tanto remendar, se había marchado a toda prisa pues la madre de Doña Juana dicen que había empeorado le preguntó a Mariana, que era la mujer de Nicanor, el Sacristán, si conocía a Enriqueta.

Ella se le anegarón los ojos en lágrimas y me contó que se casó joven con un chico apuesto y bien plantado que llevaba el verde uniforme que ni un actor de esos que salen en los cines de la capital. Eran un matrimonio lleno de felicidad con las esperanzas aún por cumplir cuando llegaron al pueblo y se instalaron en la Casa.

La Felicidad reinaba al verlos con solo mirar sus ojos.

Ella, Enriqueta, cada vez que Marcial se iba de mañana de servicio lo despedía en el viejo y pequeño ventanuco fuese a la hora que fuese. Así un día tras otro...

Pero un día pasó lo que no tendría que haber pasado. Marcial marchó para llevar a cabo su servicio como Guardia Civil mientras Enriqueta lo despedía como cada vez desde el ventanuco.

Él iba siempre junto a Calixto, el hijo de Ambrosio que era el antiguo sargento del puesto, cuando se encontraron que estaban asaltando a un ganadero. Fueron a poner paz y orden, fueron a salvar al pobre hombre que los maleantes estaban destrozando a golpes, fueron porque como servidores de España cuidan a todos a costa de lo haga falta. En la trifulca Calixto recibió muchos palos aunque antes de reducirlos no pudo hacer nada: La escopeta de unos de los maleantes se disparó atravesando el pecho de Marcial. Murió en el acto, murió en acto de servicio, murió dejando una vida con casi todo por hacer, murió dejando a Enriqueta sola y viuda.

Fueron días muy tristes los que se vivieron aquí, Don Eulogio todavía los recuerda con mucha amargura, pues cuando a Enriqueta le dieron la fatídica noticia cayó enferma. Enfermó de tristeza, de dolor y de Amor.

A Marcial le impusieron la medalla al mérito con distintivo rojo como la sangre que manchaba su verde uniforme y a Enriqueta le permitieron quedarse en la casa del ventanuco a perpetuidad.

Cuando se “recuperó” Don Ambrosio, nuestro médico, le dijo a D. Eulogio y a D. Alvaro, el alcalde, que parecía que la mente de Enriqueta había borrado todo cuanto tuviera relación con la muerte de su marido porque no quería afrontar la realidad o simplemente como un mecanismo de defensa.

Desde entonces Enriqueta está siempre asomada a su ventanuco esperando la vuelta de Marcial.

Y desde entonces cada vez que recuerdo los olores, sonidos, imágenes de mi Casa, la mirada de mis propios pensamientos se pierden en la figura de Enriqueta que sigue mirando a ese horizonte que supe que tenía nombre y que se llamaba Marcial.


Jesús Rodríguez Arias

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