viernes, 28 de octubre de 2016

TODA UNA VIDA.

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Él también había sido joven, impetuoso, osado y con esa clase de imprudente valentía que suele poner en peligro más a tu compañero que a ti mismo.

Él también había pasado por distintas unidades, servicios, brigadas.

Él también había sido de esos que pensaban más rápido de lo que después se actuaba.

Su vida por aquél entonces no fue fácil. ¿Quién dijo que alguna vez lo fuera?

Se crió en una Familia numerosa con nueve hermanos, padres, abuelos y la abuelita Francisca que rondaba ya el siglo y que todavía hacía punto para terminar la enésima colcha que regalar a cuantos novios iban saliendo en el pueblo. “Podrán pasar hambre pero calorcito no les va a faltar” decía con una sonrisa eterna, la que le acompañó durante toda su vida y que se llevó marcada en su rosado rostro cuando la muerte, que no perdona a nadie, vino a visitarla una tarde-noche de abril en la que llovía a cantaros para variar.

En el pueblo trabajabas en el campo, con el ganado o donde fuera pues trabajar tenías que hacerlo. Estudiabas el tiempo que podías dedicarle a ello y casi siempre era después de la cena mientras su madre trasteaba en la cocina los niños estudiaban alrededor de la mesa a la luz de la vela como la mejor, también única, iluminación.

Su padre desde chiquillo lo pusieron a trabajar en la tienda del tío Eulogio después del accidente que sufrió en el campo y que lo mutiló para toda la vida. A pesar de faltarle tres dedos de la mano izquierda siempre cortó la carne con mucha destreza.

“No consigues nada si te lamentas” decía a modo de jaculatoria cuando llegaba a casa a las tantas y su madre le ponía esa sopa humeante con una rebanada de pan por encima.

Él siempre le contaba a sus hijos que hubiera querido ser Policía como lo fue su tío Andrés o su primo Perico. El accidente le cambió la vida para siempre porque no podía ingresar en el Cuerpo con tres dedos de una mano sesgada como el trigo o la cebada. Desde entonces tuvo que conformarse con lo que contaba su primo cuando lo visitaba cada verano mientras se tomaba un vaso y él le pesaba a Doña Eufrasia cuarto y mitad de garbanzos.

Para su desgracia casi ninguno de sus hijos le había salido con vocación y todos enfocaban sus vidas en lo que les iba gustando. El mayor ya ayudaba a Sebas en su taller y Julia se iba todas las tardes con Consolación a su taller de costura pues decía que ya la vista no le acompañaba.

Su gran esperanza era su tercer hijo que parecía que había nacido con ese espíritu que él mismo tenía antes de que ese accidente le segara sus propios sueños.

Joselete, que así llamaban a su hijo, se le veía que disfrutaba ayudando al viejo Casimiro, el guardia del pueblo, a mantener el “orden” en las calles. Siempre solícito obedecía las ordenes del municipal cuando le decía que avisara a Gervasio pues su carro entorpecía la calle principal.

Un día conversó con su mujer cuando los niños se habían acostado. Me gustaría apostar por Joselete pues tiene madera de buen Policía como lo fue su tío Andrés o su primo Perico. Lleva el azul en el alma y eso se le nota.

¿Por qué no cogemos algunos de los escasos ahorros y lo mandamos con tu hermana Begoña a la capital? Yo me encargo de hablar con Andrés que sé tiene buena mano todavía a pesar de estar retirado hace ya cinco años.

Y así fue como empezó a ser Policía Joselete.

Le costó Dios y ayuda el dejar el pueblo, a sus padres así como al viejo Casimiro que el día que se subió al autobús le regaló su preciado silbato.

En casa de su tía Begoña y por mano del primo Andrés consiguió un buen profesor para que lo fuese preparando a ser un buen Policía incluso ante de entrar.

La convocatoria se celebró según lo previsto y para alegría de Joselete además del orgullo de sus padres y del primo Andrés consiguió el número uno de su promoción y tras el periodo de la escuela salió como un Policía más.

El día que juró con su impoluto uniforme, su placa en el pecho, y esa gorra que sujetaba de forma marcial con la mano sus padres se emocionaron, sus hermanos se sintieron orgullosos de ese “renacuajo” que no hacía más que estorbar poniendo orden aquí o allá. Hasta el viejo Casimiro que se había retirado unos meses antes lloraba con honda emoción al ver que ese apuesto joven que siendo niño le ayudaba era todo un Policía.

Joselete pasó a llamarse José aunque algunos compañeros le llamaban Pepe. En su vida dedicada a servir a España y a los demás no sé en cuantos servicios, departamentos, brigadas sirvió. En todos destacó ser un buen Policía.

Nunca se arrugó ante la dificultad, el lógico miedo, los pesares e incluso heridas que por acto de servicio pudo sufrir.

Nunca se amilanó ante retos mayores y poco a poco a base de mucho trabajar, de mucho estudiar, de mucho aprender, fue ascendiendo en el Cuerpo que era su vida.

En una de estas conoció a Manuela, la hija del Inspector Nañez al que tanto admiraba y quería. Ella como buena hija del Cuerpo asistía a todos los actos que podía y en uno de ellos junto a ese frondoso árbol que había en el parque y cobijados por la gloriosa bandera de España se enamoraron. El noviazgo duró seis años y un ascenso hasta que llegó la hora de desposarse aunque llevando la contra a la misma tradición fue él quién eligió el sitio: La Iglesia de Santa Fulgencia en su pueblo de toda la vida.

Nunca hubo tantos uniformes juntos como ese día y hasta Casimiro que ya no podía ni andar se puso el suyo de municipal con la medalla que le otorgó el municipio cuando se jubiló.

El novio al que todos en el Cuerpo llamaban José o Pepe según el grado de compañerismo o amistad se vio gratamente sorprendido cuando casi todos los vecinos quisieron acompañarlos ese día y hasta habían preparado un almuerzo en la huerta de Tío Ramiro porque nadie quería fallar a Joselete.

Su padre ese día colgó el mandil para ponerse ese traje de chaqueta que le regalara su hijo cuando cobró el primer sueldo de Policía y su madre guapa de verdad lucía señorío sujeta al brazo de su querido hijo. Sus hermanos, algunos ya casados, también estaban con él.

Han pasado ya muchos años y lo que son las cosas hoy es el último día que está Don José, el Inspector Jefe de la Comisaría Provincial, en su despacho. Sentado tras la mesa con un crucifijo y una bandera de España y cinco cuadros: El de la boda con Manuela y el de sus cuatro hijos. El mayor ya viste también el uniforme azul con su placa en el pecho.

Puede decir que en estos 43 años de servicio es amigo de todos sus compañeros estén en el escalafón que estén. Desde el Comisario hasta el último agente perdido en el más escondido lugar de España.

Su impoluto uniforme azul en el que se distingue el distintivo de Inspector Jefe además de una hilera de medallas todas concedidas por méritos y valor.

Siempre fue corpulento aunque todavía no tenía un gramo de grasa de más, pelo cano con entradas que hacía que se pareciera cada vez más a su querido padre que murió hace veinte años de un infarto cuando cerraba la tienda.

Mirada amable pues a pesar de todo lo visto y presenciado en su vida era siempre un defensor de la bondad del ser humano. Las arrugas se marcaban en su rostro, sobre todo en la frente y rodeando los ojos. Tantas horas de preocupación dejan huella.

Hoy tiene un almuerzo de despedida al que asistirá Manuela que es tan reacia a estas cosas. Hoy pondrá fin a más de 43 años de servicio activo en el Cuerpo porque Policía lo será toda su vida.

Hoy para muchos será Don José, otros le dirán José y algunos Pepe que es como se le ha conocido desde que se viniera del pueblo siendo un jovenzuelo a casa de su tía Begoña porque quería ser Policía al igual que lo fue el tío Andrés o  primo Perico.

Hoy será el Inspector Jefe, ese hombre grandote que rebosa humanidad y que siempre ha llevado con honor este uniforme azul glorioso.

Hoy sus compañeros lo despiden con un almuerzo, con risas, anécdotas, vivencias, palabras y algún que otro presente.

Hoy es hoy porque mañana volverá a ser Joselete, ese niño que ayudaba al viejo Guardia que en su pueblo siempre se llamará Casimiro.

Jesús Rodríguez Arias


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