jueves, 8 de marzo de 2018

DON OLEGARIO.





Siempre por Cuaresma Don Olegario hacía actos penitenciales en la pequeña Iglesia de nuestro pueblo. Que si los retiros, las Misas, los Vía Crucis… Él en sí siempre fue muy de Cuaresma, muy de conversión, muy de penitencia.

Don Olegario, que así lo llamaba todo el mundo, siempre nos pareció demasiado mayor aunque ahora con el paso de los años me imagino que también habrá sido joven. Será por su larga y raída sotana, será porque a todos nos parecía demasiado alto, con esa voz grave que te decía desde lo alto del campanario: ¡Hola niños! ¿Cómo estáis?

Don Olegario se puede decir que confesaba a todo el pueblo y hasta esos que decían no creer, como Marcial que dicen fue anarquista, le gustaba echar sus charlas con él metidos en la sacristía. Siempre que salía decía lo mismo: ¡Este Cura es mucho Cura!

Y es que a Don Olegario había que convencerle con argumentos sólidos no con un “me dijo, me dijo…”  Era un Cura muy ilustrado, de gran sapiencia y sabiduría, que son cosa distinta, que subía el nivel con quién tenía y mantenía buenas charlas coloquiales con cualquiera. Lo mismo opinaba de fútbol, que de toros, sabía las inquietudes que asolaban al pueblo, podía saber incluso cuando iba a llover con solo mirar el cielo…

Don Olegario, que ya rondaría los setenta era hijo de Melquiades, un labrador que de siempre fue ateo tan ateo que no creía en nada ni siquiera en si mismo. Melquiades tenía tres hijos más que Olegario y salvo el pequeño todos se casaron, tuvieron hijos y se dedicaron al campo.

Todos menos Olegario que Dios lo llamó para sembrar su Palabra en campos más áridos que la tierra seca. Ni que decir tiene que Melquiades no entendió esa decisión pero siempre la respeto e incluso a la hora de morir le pidió la bendición a su hijo “por si acaso”.

Don Olegario se ordenó Cura una mañana del Día del Pilar y con el tiempo ingresó como Castrense y más concretamente en la Guardia Civil. Estuvo en muchos acuartelamientos, sacando Capillas y Familias hacia adelante a las que solo la Fe le quedaba para seguir, fue ascendiendo en su escalafón aunque hay que decir que a él eso le importaba bien poco porque era un simple sacerdote de pueblo que se dedicaba trabajar para que cada alma fuese al Cielo. Dicen que cobraba su sueldo pero nunca se le notó pues comía muy poco y sus dos sotanas estaban que se caían a remiendos. Eso sí, cada vez que visitaba a las familias más pobres les llevaba una buena cesta con comida, les pagaba la luz o vestidos pues también hay que vestir al desnudo y dar de comer al hambriento.

Hace algunos años dejó de prestar servicios en la Benemérita y se instaló en su pueblo de siempre, donde su padre Melquiades muriera hace ya tantos años, donde sus tres hermanos hicieran cada uno una familia, donde era conocido desde pequeño.

Y aquí sigue con sus andares ligeros a pesar de los años que dicen tiene, con su sotana parduzca y con cien remiendos dando unas homilías que dejan el corazón con ganas de más, de conocer a Jesús del que se sabe perdidamente enamorado, el hijo de Dios que se hizo hombre por todos y cada uno de nosotros, charlando con quién se tercie de literatura, astronomía, fútbol e incluso de la última película que viera en sus años mozos, paseando por esos campos que labrara su querido padre hace ya tantos y tantos años o mirando esa nube que se conforma en el cielo y que predice que la lluvia está todavía por caer…

Tiene más de setenta, algún que otro achaque como esos restos de la pulmonía sin curar del pasado invierno, y todavía se le puede ver esos ojos de eterno niño pequeño, llenos de ilusión, de piedad y de Fe cuando reza cada tarde el rosario ante la pequeña Virgen del Pilar que está justo a la pila bautismal de la pequeña, antigua y vieja Iglesia de nuestro pueblo.

Jesús Rodríguez Arias

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