jueves, 10 de mayo de 2018

HISTORIA DE UN PUEBLO.




En el pueblo de su niñez vivía con sus padres, hermanos, abuelos y sus tíos Nicasio y Hermenegildo también lo hacían en los meses que su trabajo con el ganado se lo permitía. Era una familia amplia en una casa de campo pequeña en la que nunca se sentía frío.

¿Hambre? No recordaba haberlo pasado pues entre lo que daba la tierra y los negocios entre vecinos siempre había algo que llevarse a la boca.

Vivían en un precioso pueblo en medio del campo donde las diferencias sociales la ponían Don Cosme, que era el señorito y alcalde perpetuo del cual se decía tenía muy malas pulgas hasta que iba al Casino para tomar una infusión que después siempre era una copa de lo que fuera. Cuando salía de este regio lugar donde la gente normal y corriente no se le permitía la entrada era algo más simpático aunque igual de roñoso para con sus trabajadores o cualquiera que se le acercaba a pedirle cualquier cosa.

Don Cosme estaba casado con Doña Eulalia, que era un alma caritativa y que ayudó al pueblo en casi todo lo que podía. Don Cosme tenía 16 hijos aunque la mayoría estaban estudiando internos en prestigiosos centros de enseñanzas tanto en el país como en el extranjero.

Pues sí, Don Cosme era el señorito que dejaba de serlo cuando entraba en su casa y se encontraba a su mujer que con una mirada le decía todo. Si, Don Cosme se desbarataba con Doña Eulalia también lo hacía con Don Rufo, el cura del pueblo, que tiene más de los 60 años y que lleva en la parroquia más de media vida.

“Mira Cosme, cuando tú tirabas piedras a las gallinas del bueno de Sixto, yo ya confesaba a tu padre que era bueno y bondadoso”. Don Cosme agachaba la cabeza y se iba por donde había venido.

Don Práxedes, el médico, y Don Hilario, el farmacéutico, le reían las gracias aunque no la tuviera pero Don Zenón, el maestro, que le decía con voz grave: ¡No ves Cosme que tanta maldad te hace daño! ¡No ves que nadie te quiere, vamos, ni tú mismo!

Don Cosme lo miraba con odio y le decía en voz alta: Zenón, cuando me hartes “te daré café”. Silencio en el Casino, caras pálidas menos la del buen profesor que le contestaba con rica sorna: ¿No puede ser más un té? Y entonces estallaba una balsámica carcajada.

En el pueblo de su infancia había de siempre una Casa Cuartel de la Guardia Civil que tenía jurisprudencia en una amplia comarca. Estaban destinado el Teniente Flores, el Sargento Mirandilla y el Cabo Luque amén de 18 agentes con sus respectivas familias. Algunos llevaban más tiempo allí que el mismo Cuartel y otros iban y venían cada año.

El Teniente Flores tendría unos cincuenta, piel morena de tanto sol, pelo cano y uniforme siempre impoluto. Viudo con tres hijos pues su Margarita marchó de una mala enfermedad hace ahora cinco años. Hombre bueno, leal, justo, piadoso y por tanto enemigo de Don Cosme. El señorito ya había hablado con Madrid para que lo destinaran a otros sitios, cuando más lejos mejor, pero tendría que estar muy bien posicionado ya que cada vez que lo pedía se acababa la conversación y amablemente le indicaban la puerta mientras desde dentro del despacho llamaban al agente que estaba de guardia para que acompañase a este ilustre señor a lo redondo de la calle.

El pueblo y sus habitantes se sentían seguros gracias al Teniente Flores y sus hombres, se sentían cómodos con sus Familias, se sentían amparados y protegidos pues sabían que tras esas paredes habían hombres buenos que estaban para defendernos a todos y no como ese Don Cosme, mal rayo le parta, que no hay día que no haga de las “suyas”…

El tiempo pasó y aunque Don Cosme envejecía sus mismas miserias lo mantenían joven, parecía que había hecho un pacto con el mismo diablo aunque en verdad y a pesar de todo el daño que había hecho en su vida se le podría considerar un “pobre diablo”.

Tres decisiones encolerizaron el pueblo que estuvo a punto de estallar: La primera esa caída “accidental” del burro que llevaba a Don Zenón a esos colegios que rodeaban el pueblo donde los niños crecían en sabiduría y buen hacer. Una caída, una noche infernal sin poderse mover, al otro día lo encontraron muy mal y murió a las pocas horas….

Don Cosme le decía a quienes quisiera escuchar: Zenón, ha tomado su propia taza de café… Y se reía, se reía, hasta que se ahogaba con la tos.

El pueblo quería “vengar” la memoria de un hombre justo y sabio y fueron precisamente Don Rufo y el Teniente Flores quienes apaciguaron a las ovejas porque esa no era forma de honrar la memoria de un sabio con un corazón de oro.

Doña Eulalia, en cuanto se enteró del grotesco comentario de su marido, le dijo que se marchaba a la casa familiar de donde era, que ella era la que ponía dinero y patrimonio en este falso y dañino matrimonio que me has dado, que ahora se las tendrá que aviar.

Don Cosme, hundido en la miseria personal más que financiera, fue a ver a un amigo del ministro de entonces para que accediera a su petición de cambio de este Guardia Civil “tocacojones” que solo sabe decir que él está para servir a España y los españoles y en esos entramos todos y no unos cuantos como debiera ser…

Ya Don Cosme era un hombre influyente y su deseo se hizo realidad. Fue destinado a la Capital con el empleo de Capitán donde se retiró a los pocos meses.

Don Cosme al poco tiempo con el viento a favor de los gobernantes hizo uso de la cesión del suelo que hace tanto ofrecían ese terreno para hacer el Cuartel de la Guardia Civil, que aprovechando que estaban terminando uno más moderno en el pueblo de más allá, ese edificio pasaría a manos municipales y se construiría un hotel de la cadena de un amigo muy íntimo cercano a todo movimiento tanto ideológico como de cartera.

Sucedió que el día que se fue la Guardia Civil todo el pueblo lo despidió por todas las calles con el grito de ¡¡Gracias!! ¡¡No os olvidaremos!! ¡¡No os vayáis!!

Con el único que no pudo fue con Don Rufo que cada domingo lo señalaba en Misa y le preguntaba que estaba haciendo con su pueblo y sobre todo con su alma. Él se levantaba y le decía: ¡Algún día cura usted también se irá a “tomar café”!

Es verdad que el pueblo contaba con un hotel de categoría que traían a clientes “importantes” pero el pueblo no era el mismo, no podía serlo, porque ya no tenían a la Guardia Civil, a los que velaban por sus desvelos, a los que los protegían de ese poder que solo vive por el dinero…

Un día llegó al pueblo un joven distinguido, de porte severo, y se presentaba como Lorenzo. El primogénito de Don Cosme que había estudiado en el extranjero y se fue a verlo directamente a su casa-despacho de la alcaldía. Se lo encontró decrépito y con los ojos llenos de sangre y hedor.

“Hola padre, soy Lorenzo, su hijo el mayor. Me he licenciado en Economía y ejerzo en una multinacional americana que tiene sede en París”. “Allí está madre que no hay un día que no se acuerde de usted, que rece por salvar lo que ella piensa que es insalvable”.

“Vengo a rogarle que deje de hacer tanto daño, que la buena gente de aquí no tiene culpa de sus miedos y sus odios, que la vida no debe ser así”.

Don Cosme no podía hablar mientras su hijo continuaba…

“vengo a decirle que he pedido excedencia en el trabajo, vengo a decirle que he estado hablando con un buen amigo que es Secretario del Ministerio, que ya ha cambiado de titular, para hacerme cargo del pueblo como alcalde, que como soy de aquí he hecho dos gestiones para que vuelva la Guardia Civil al pueblo, a la Casa Cuartel que se le va a construir expresamente”. “Padre, le ruego, coja todos sus recuerdos y márchese porque usted nunca ha querido a nadie en su desgraciada vida”.

“Y.., yo…, que voy hacer….¿donde voy?”

“Vaya a ver a Don Rufo, que lo está esperando”.

Y Dos Cosme entró en la pequeña Iglesia que tanto había menospreciado y vio al viejo Don Rufo que se acercó mientras le cogía del hombre: “Cosme, Cosme, todo el mal que hagas lo pagas aquí en vida...”

“¿Y donde voy a ir Cura?

“¡Conmigo!”. Soy mucho mayor que tu y el próximo mes me retiro. Tú estás más decrépito y torpe que yo pues la ruindad tiene efectos secundarios para el que la imparte. Vivirás en la Casa Parroquial y en unas semanas nos iremos a la residencia que tenemos los curas en lo alto de la montaña, ya está todo solucionado, y allí vivirá hasta morir, espero que en paz con Dios y contigo mismo, podrás sentirte solo pero en verdad nunca lo estarás… Eso es lo que diferencia a los que practican el Bien y la Bondad del Amor y los que han destruido sus vidas dañando a los demás.

Y el pueblo siguió adelante con un buen alcalde, con un joven cura lleno de fuerza apostólica, con Doña Sarmientos que impartía clases y el Cuartel de la Guardia Civil que mantenía la ley, el orden y sobre todo esa protección que tantos echaron en falta cuando se tuvieron que marchar…

Jesús Rodríguez Arias



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