jueves, 3 de octubre de 2019

SERAFINA





Desde que había nacido no se había movido de su terruño, de la parcela de las hectáreas que fueran, con una casita blanca de muros anchos y tejado de tejas. Esa casita era la de su familia y donde vivían su padre Nicanor, su madre  María de los Ángeles, sus hermanos Pepón y Marcelino y ella, Serafina, que era la mayor.

Su casa que no era gran cosa para ella era el mejor palacio pues cada vez que se asomaba a su ventana o salía al vetusto porche siempre se encontraba con ese olor a campo, ese cielo que muy de mañana parecía que lo habían encendido y por la noche era como esa imagen del mar que ella ni sus padres nunca habían visto pero que se imaginaba en su mente. Allá en la lejanía de la mirada esas montañas tan uniformes y tan abruptas te decían cuando iba a llover, pues desaparecían entre nubes, cuando nevaba ya que su cima aparecía blanca o cuando se avecinaba un calor de justicia.

Su madre Nicanor era agricultor y solo cuando era viejito lo pudo ver sentado en uno de esos tractores arreglaban la tierra para el cultivo pues de siempre utilizó sus mulas que para él eran la gloria bendita.

Su madre María del Carmen se casó con su padre Nicanor por amor aunque al principio esta relación no se entendió en su familia paterna ya que según decían era de clase alta mientras el bueno de mi padre no tenía de eso…

Ella con 18 años recién cumplidos se casó a escondidas, antes de que abriera la Iglesia, con su Nicanor por el Padre Eufrasio que desde siempre apoyó a la pareja e incluso tuvo alguna conversación de alto tono con el padre D. Máximo que no daba su brazo a torcer.

¿Qué será de mi hija D. Eufrasio? Una niña criada primorosamente y que puede aspirar a vivir según su cuna y se casa con un señor con oficio aunque sin beneficio. ¡Conmigo que no cuenten para esta desgracia!

Nicanor no siempre fue agricultor, no siempre se dedicó al campo, no siempre le amanecía y anochecía en la labores propias de su condición. Un día fue un joven y apuesto Guardia Civil, con destino en el pueblo donde tenía su mansión  esa joven tan bonita como es María de los Ángeles. Ella que estaba instruida y cultivada porque su padre ostentaba una gran dignidad y también una inmensa riqueza hecha en las Américas según le decía la gente. Ella que podía haberse quedado soltera sin preocupaciones o casarse con altos dignatarios prefirió a ese joven de verde y raído uniforme verde con tricornio negro que hacía guardia en la Casa Cuartel y que la saludaba con tanta donosura.

No sé sabe cómo, en el corazón no se manda, se fue enamorando de él y cada vez le iba interesando menos su palaciega y vacía vida junto a su padre Don Máximo que era la mínima expresión en cariño mientras cotizaba alto su interés.

Hasta llamó a su despacho al Teniente Peláez, hombre enjuto donde los hubiera, para llamarle la atención, para que hiciera lo que fuera para hundir esa relación que se iba fraguando ya que si no lo hacía no temblaría en hablar a superiores ante tanta falta de profesionalidad.

El Teniente Peláez, enjuto como él mismo y con fuerte carácter que no se amilanaba por lo que digiera un mindundi que había hecho fortuna en las Américas mientras España se moría de hambre le habló alto y claro:

“Don Marcial, con todos mis respetos, ¿no cree usted que su hija ya es mayorcita para ver quién o no le hace feliz? El cabo Nicanor es un gran hombre, hijo de Luciano, también Guardia Civil que murió en acto de servicio hace más de veinte años dejando esposa y cinco criaturas. Nicanor, que ya era guardia, se dedicó en cuerpo y alma a su madre y hermanos y los sacó del fondo negro de la desesperación. Por entonces tenía 18 años y ahora que es un hombre hecho y derecho yo me voy a meter en su vida”…

“Le aconsejaría que usted tampoco lo hiciera y se dedicara a gestionar su fortuna. ¿Por cierto esas obras en el ala derecha de la casa tienen permiso?” y así terminó la conversación que no el interés de Don Máximo por destruir esta relación.

Cuando se enteró del casorio se aisló en su palacio y dejó de hablar a su hija María de los Ángeles a la cual desheredó y defenestró en una muestra palpable de lo que puede hacer el orgullo malsano.

Nicanor y María de los Ángeles, por consejo del Padre Don Eufrasio y del Teniente Peláez, se trasladaron a vivir lejos, en un pueblo muy de campo y  montaña, en un pueblo muy sencillo y humilde donde todos estaban para todos y donde las alegrías y tristezas se comparten en cada hogar.

Allí llevaría la jefatura del puesto y tendría a su mando a los guardias Javier, llamado por todos Javierín, Adolfo y el viejo Nicecio que según decían llevaba más tiempo en la Guardia Civil que el mismo Duque de Ahumada.

En ese pueblo que en poco tiempo se sentían en casa nacieron sus cuatro hijos: Serafina, Pepón, Marcelino y Blanca, que murió siendo demasiado niña víctima de unas malas fiebres. Después de la muerte de la pequeña Blanca a Nicanor se le aguó el carácter y pasaba muchas noches de guardia porque quería aislarse de todo.

Ejemplar servidor de España y de sus conciudadanos siempre estuvo para todos e incluso los cacos le querían porque siempre le daba una segunda oportunidad de ser buenas y decentes personas. Solo Rodolfo, que robaba por vaso de vino, pisó el calabozo más de una vez aunque era más bien para que no durmiera en el banco de la plaza ya que vivía solo.

Uno de esos días de largas noches por culpa de su insomnio le avisaron que había furtivos en el bosque, que se escuchaban disparos, y sin pensarlo cogió su tricornio y su capa y le dijo al viejo Nicecio que lo acompañara pues se fiaba de él por sus amplios conocimientos de aquél lugar.

Muchas veces el cansancio hace que bajes la guardia y eso le pasó a nuestro Nicanor, acompañado que ya tampoco era un jovenzuelo, que no vio que tenía delante a ese siniestro furtivo apuntando a un ciervo, le dio la voz de alto, que se entregara, y lo que recibió fue un tiro que le destrozó la rodilla y otro muy cerquita del pecho. Nicasio dejó de rastrear y se fue de inmediato hacia su jefe que temblaba en el suelo envuelto en su propia sangre. Lo cogió y lo echó al  hombro hasta llegar al pueblo donde el médico le hizo una operación a vida o muerte de la que salió bien parado.

Bueno, bien parado no del todo pues se quedó cojo de la pierna izquierda de por vida y tuvo que retirarse de su amada Guardia Civil por acto de servicio recibiendo una medalla muy bonita y brillante con la emoción de todos sus compañeros.

Ahí empezó una nueva vida para Nicanor, que se compró ese terruño donde se trasladó su familia. Poco a poco con la ayuda de sus hijos fue haciéndose con las labores del campo que sería su vida a partir de ese instante.

Y Nicanor se hizo demasiado viejo arando la tierra de sol a sol…

Ahora Pepón ha dicho a todos que quiere seguir con la herencia familiar de ser Guardia Civil aunque con ayudas de la Benemérita y de sus compañeros podría pagar algo para trasladarse a la Academia pero necesitaba más dinero. Hablaba de trabajar y ahorrar para ser Guardia Civil.

María de los Ángeles que también había envejecido viendo crecer a sus hijos cogió el autobús un día y se fue a ver a su padre que pese a la extrema vejez mantenía ese genio del mil demonios.

Cuando lo vio todo él decrépito sentado en el viejo sillón de piel en su frío y solo mausoleo que se había convertido ese palacio que tanto quería y que tanto poder había detentado. Lo vio y parecía demasiado triste, demasiado enfadado consigo mismo y por eso culpaba al mundo de sus desgracias.

La vio aun teniendo los ojos pegados, cerrados de tanto mirar a ese mundo que se había caído ha pedazos gracias a su falta de humildad y su inmensa soberbia. Desde que el viejo párroco D. Eufrasio muriera no permitió que entrara nadie de la Iglesia, los sirvientes se iban jubilando y él quedándose cada vez más solo.

La vio y abrió los ojos, ojos sin vida, y miró a su hija, a la que perdió por culpa de su maldita soberbia y que ahora estaba allí más mayor, más desaliñada, pero igual de bonita. Se acercó y besó la mano de su padre Don Máximo y pareció que las décadas de separación se habían desvanecido. A los pocos días moría en paz y con una inmensa sonrisa en su cara pues esos días habían servido para reconciliarse con su querida hija, sentir admiración por su yerno, querer a unos nietos que no vería en vida más que en las fotos que compartía con él su amada hija.

Murió y no se enterró en los jardines palaciegos sino en el antiguo cementerio junto a su mujer Remedios y sus padres Antonio y Pilar.

Dejó su fortuna, ya empezaba a escasear, y su palacio a su hija que antes había desheredado y sobre todo le dejó toda la gratitud hacia el Amor y el Perdón que ella le ofreció.

Gracias al abuelo Máximo hoy Pepón jura bandera con su verde uniforme de Guardia Civil, gracias al abuelo Máximo su Nicanor se pudo jubilar del campo y descansar de una vez por todas, hacer las paces consigo mismo, vivir juntos el resto de sus vidas.

Marcelino estudió veterinaria gracias a la venta del palacio del abuelo y Serafina, nuestra Serafina, se sigue levantando temprano, mirando como el sol se dibuja en el cielo mientras amanece, esperando que Marcelino su hermano regrese de otra mañana de trabajo para almorzar en la casa de siempre ya que después volvería a su casa pues se casó con Mercedes, la hija de Juan el panadero, y tenía dos retoños…

Serafina era muy feliz al ver a su hermano Pepón vestido de verde con su brillante tricornio, era como un doble de su padre antes de encontrarse con ese  furtivo que lo mal hirió, era feliz viendo a sus padres viviendo como dos jovenzuelos enamorados en la casona del pueblo, era feliz siendo feliz en su casa en medio del campo y pensaba que un nuevo invierno llegaría porque allá en el horizonte montañoso se vislumbraba un suave velo en la cima.

Y Serafina de un tiempo para acá era aún más feliz a pesar de que ya no era una niña ni siquiera una jovenzuela porque ella y Anselmo se habían hecho novios, se lo presentó su hermano Pepón, y es que él luce los galones que tuviera su padre y ese verde uniforme que ella ama con su misma vida…

Jesús Rodríguez Arias

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