jueves, 25 de enero de 2018

INSEPARABLE COMPAÑERA.




Se había acostumbrado a verlo llegar a casa que en verdad era su ilusión de cada día. María se había criado en una familia donde su padre también era recibido con júbilo cuando retornaba y así toda la vida.

Había nacido en una vieja casa donde no había muchas comodidades pero si notaba el calor del afecto y del cariño. Lo que son las cosas no recuerda haber cambiado nunca de lugar pues su padre ya no caminaba como antes por esos mundos de Dios. Se había instalado y había decidido incluso no ascender por mor de dar a su mujer e hijos esa estabilidad que nunca conocieron todos menos María que al ser la benjamina se libró de hacer cada cierto tiempo las maletas.

María veía a su madre trajinar en la casa, ayudar a las vecinas, colaborar con el pueblo. Sí, su madre era un poco la madre de todos, la hija de algunos, la amiga que todos querrían tener.

Ella junto a sus cinco hermanos creció en un hogar lleno de amor, respeto y valores. Ella como sus cinco hermanos estudiaron en la escuela con la Señorita Águeda que estaba dedicada en cuerpo, alma y sabiduría a sus alumnos, el colegio y la catequesis que daba en la Iglesia todas las tardes de los viernes.

La Señorita Águeda estaba soltera y según decía una vez fue novia y se comprometió de un guapo joven que murió en un accidente mientras socorría a una familia que se había perdido en el monte.

La Señorita Águeda enterró el amor y su vida en aquel nicho al cual le da el sol siempre.

María como sus cinco hermanos fueron creciendo y cada cual iba posicionándose en la vida. Alfonso, el mayor, empezó a trabajar pronto junto a Nicanor en el campo, Anastasio, enseguida sintió la vocación y se fue al seminario siendo joven, Margarita, siempre se le dio bien eso de enseñar y marchó fuera para ser maestra como la Señorita Águeda, Andrés, quiso ser lo que había sido desde siempre padre y María, se enamoró joven de un apuesto galán con el que lleva ya casada más de 50 años.

Julián llegó al pueblo recién cumplido los veinte y se puede decir que se enamoró de María desde el primer momento en el que se vieron. Se lo presentó su padre de forma muy marcial y rigurosa como a él gustaba hacer las cosas.

El noviazgo fue como todos los de la época: Largo, demasiado cuando hay tanto amor por medio. A los 7 años se desposaron delante de la Inmaculada que presidía el antiguo y deteriorado altar mayor. Su padre llevó a María del brazo henchido de orgullo y verdadera emoción mientras su madre estaba pendiente del velo del traje de la niña que había cosido con sus propias manos.

Julián del brazo de su Tía Encarnación pues su madre murió cuando era apenas un niño.

La luna de miel fue el viaje que hicieron Julián y María con destino a su nuevo servicio, un lugar cercano a la costa en la otra punta de España.

Julián llegaba como suboficial para hacerse cargo de un puesto muy peliagudo que supo llevar con valor y mucha profesionalidad.

Julián y María pasaron allí los mejores años de su vida, tuvieron tres hijos que eran tres angelitos muy traviesos pues decían se parecía a su padre que siempre ha sido muy jovial.

Cada año en sus vacaciones visitaban a sus padres en el pequeño y antiguo pueblo de la montaña hasta que pasado el tiempo murieron por ancianidad.

Ellos se instalaron en ese lugar costero situado al sur de España donde de siempre fueron felices. Según decían se había convertido en el lugar de sus vidas. Sus tres pequeños crecieron y se hicieron hombres hechos y derechos. Dos estudiaron para médico y químico y el tercero, el que más se parecía a Julián y que llevaba por nombre Alejandro siguió los pasos de su padre Julián y de su abuelo de la montaña.

Ya hace tanto que se jubiló que ni se acuerda la última vez que lo vio tan recto, tan marcial, tan guapa, pensaba ensimismada en Julián la buena de María. Ella no había sacrificado nada, no había querido estudiar una carrera por decisión propia porque su vocación era lo que había sido antes su madre: Esposa y madre de un Guardia Civil.

Julián que estaba sentado en su sillón preferido donde podía divisar la inmensidad de la mar la cual había patrullado tantas veces sonreía para sus adentros mientras miraba con gratitud a su mujer, a María. ¡Nada hubiera sido si no hubiera estado ella!

María había sido, lo es al día de hoy, sus pies y manos, ha ejercido de padre y madre cuando él estaba de servicio, la que ha transmitido a sus hijos unos valores, unas creencias, una Fe y un Amor insondable hacia el Cuerpo que había sido su vida.

María se había entregado como mujer, como madre, como la mejor amiga, la inseparable compañera, la que más le animó para que siguiera estudiando, se formara, ascendiera…

María es quién más lo ha amado y a quién él ama de veras y aun teniendo más de ochenta años no se cansa ni un instante de verla, al amor de su vida, a la madre que se entrega, la que tiene el corazón verde Esperanza y Guardia Civil, la inseparable compañera…

Mientras María sigue trajinando porque hoy vienen los nietos a casa y se afana primorosa en preparar la merienda.

Este escrito está dedicado a todas las mujeres de nuestros Guardias Civiles porque sin ellas nada sería igual, porque ellas son el corazón hecho hogar. ¡¡Gracias por cuanto hacéis a diario!


Jesús Rodríguez Arias

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