jueves, 30 de noviembre de 2017

DON LUCAS.




Venía de una larga saga donde todos los hijos varones primogénitos se llamaban Lucas. Todos los que así se bautizaban parecían predestinado para seguir con esta vocación que ha pasado de generación en generación en su propia familia.

Su despacho era antiguo y en su biblioteca se apilaban los libros hasta no poder caber más. Su mujer Teresa decía que era imposible limpiarlo con holgura pues cuando no estaba él estudiando aquél tema que lo traía tan preocupado estaba siempre con alguien departiendo.

Lucas siempre ha sido un buen hombre, generoso y todos sabían en la comarca que él no se haría nunca rico pues casi no cobraba un céntimo por ejercer su labor.

Lucas era de esa estirpe de hombres que prefieren servir a ser servidos, prefieren llevar la condecoración del cariño de todos que sentarse en augustos sillones de afamadas academias. Él pudiéndolo tener todo nunca ha tenido nada de nada al igual que su padre, abuelo, bisabuelo…

Eso sí su nombre, sus apellidos, su casa, era garantía para tantos que llegaban desahuciados en todos sentidos. Era el último recurso, ese atisbo que se abre a la misma Esperanza.

Lucas ya lucía demasiadas canas aunque mantenía esa hidalguía que tienen los caballeros de toda la vida. Su chaqueta, su corbata, su camisa bien planchada, su pantalón y zapatos relucientes adornaban ese caminar pausado, de los que se toman la vida según viene y disfrutan de cada instante. Él sabe bien lo que es la enfermedad, el dolor, el padecimiento, la preocupación…

Se le puede ver cada día, tarde e incluso noche en su destartalado y viejo coche de arriba para abajo por el pueblo, por los caminos perdidos donde habitan tantos e incluso visitando de vez en cuando ese monasterio donde se encuentra Madre Encarnación que ya va para el siglo y se le nota.

Se le puede ver en la puerta de su casa, con su bata blanca de pureza y pulcritud, su fonendo al cuello, sus gafas y esa sonrisa que le es tan característica.

Buenas tardes, Eugenio. ¿Otra vez por aquí?

Y es que Lucas es el médico del pueblo…

Médico de los de generación en generación, de los de vocación auténtica, de los que le gusta servir siempre pues todos tienen derecho por lo menos a ser atendidos porque la salud no debería entender de dineros, de clases, de comodidades…

Su padre le dejó su casa, ese noble despacho, una inmensa biblioteca, el cariño y el respeto de todo el pueblo y una cuenta corriente con número rojos pues como bien decía ser médico en un pueblo es incompatible con tener dinero.

¿Porque como le vas a cobrar a Salustiana que quedó viuda hace 25 años? ¿No tiene derecho el niño de Miguel a que le curen ese mal resfriado? ¿O es que Don Ambrosio, que se muere poco a poco, no se merece al menos que le mitiguen los dolores?

¿Qué no pueden pagarte? ¡Ya lo cobrarás en el Cielo!

El código deontológico de su Familia siempre ha sido: Servir, Curar y Amar.

- Pero padre con eso no se vive…

- ¿Qué no se vive? En los años que llevo como médico nunca me ha faltado un plato de comida pues dinero no tienen pero se quitan de comer para que tu lo hagas.

Lucas fue a la facultad y salió médico a la primera con inmejorables notas. Una prestigiosa clínica internacional le estuvo tanteando pero tenía que marchar a Estados Unidos donde seguro que ahora sería una eminencia y estaría cotizado al mil por cien.

Hasta la hija de uno de los socios inversores quería salir con él pues lo veía como la continuidad al proyecto empresarial en el que se había educado. La verdad es que Lucas en esos años perdió la noción del tiempo y de sus raíces y fueron muy pocas la veces las que se acercó a la casa familiar y al pueblo que por aquél entonces le parecía decrépito.

Su madre Remedios le decía a su padre: “Este niño lo hemos perdido”. “Seguro que es el fin de esta consulta, pero esto dicen es el progreso”. Lucas, padre, la miraba con ojos llenos de bondad y le decía que él tenía confianza en su hijo, que seguro que vuelve, que por mucho oro que le puedan dar este no puede pagar la verdadera riqueza que es el cariño aunque cuando se metía en su viejo despacho acariciaba esa imagen policromada de San Lucas mientras le decía que se hiciera la voluntad de Dios pero que él también estaba perdiendo la Esperanza.

Al final decidió irse a las Américas y se instaló allí como un afamado y reconocido doctor cobrando tanto que parecía más un magnate que un galeno.

Un día recibió una llamada, a cobro revertido, era su madre que le decía que su padre había cogido unas fiebres malas y se estaba muriendo, que volviera, que lo quería ver, abrazar…

Pero Lucas no dependía de él sino de esa maldita agenda, esa secretaria, esa clínica, esa “novia”…

Intentó anular todo para ir con su padre pero tardó más que lo deseable. Aparte estaba el viaje…

Cuando llegó a su casa no había nadie en la consulta y paquita, la sexagenaria enfermera, lo miró con inmensa tristeza. Subió y se encontró con su madre con los ojos hinchados a base de llorar, se encontró la casa tan vacía que no la reconoció, se encontró que la muerte había visitado aquella cercenando de ese abrazo, de esas últimas palabras, que su padre quería darle.

¿La muerte? ¡No, él!

Y asumió con inmensa tristeza que había cambiado su vida por una que ni le hacía feliz y menos libre.

Pensó que había derrochado el mayor patrimonio de su familia: El ser médico de pueblo. Pensaba que nadie lo miraría, que no le perdonaría que hubiera fallado así a su padre porque él tampoco se lo perdonaba…

Y paseó por la ladera del viejo puente mientras el río arrastraba con fuerza todo su caudal después de las últimas lluvias. Lloró amargamente pues había abandonado su vida por el vil metal, la fama, el prestigio y el solitario éxito.

Paseo su tristeza y su desconsuelo pero se encontró a unos vecinos que lo querían desde siempre, que no podían olvidar lo que su familia, su padre había hecho con cada uno de ellos y hasta Don Ambrosio se había levantado de la silla para abrazarlo y testimoniar su pesar por la muerte de su padre tan querido y tan bueno.

Decidió romper con ese presente que no le gustaba para quedarse en su pueblo, en su casa, en ese viejo y noble despacho con la mejor biblioteca que había conocido. Decidió ser médico del pueblo, el octavo de su generación.

Se casó con Teresa, se conocían y amaban de toda la vida, tuvo tres hijos y el primero se llama Lucas que está terminando la carrera de medicina y ya le ha dicho que él cogerá el testigo, que como aquí en ningún lado.

Su hijo Rafael, el segundo, está estudiando para farmacéutico y ya le ha dicho Hilario que se venga para ayudarlo a la Botica y María, la pequeña, que ya es una mujer tan bella como lo fue su madre a su edad acaba de comprometerse con el hijo de Luciano que como él es Guardia Civil…

Y es que Lucas es médico de pueblo, el que recibe a todos por su nombre, el que camina con esa elegancia natural que Dios le ha dado, el que cuando pasa por la puerta de la vieja ermita se persigna, el que morirá pobre en dineros pero rico, inmensamente rico, en Amor…

Jesús Rodríguez Arias 





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