viernes, 20 de mayo de 2016

LA ABUELA JULITA.




Ya casi siempre está sentado en su sillón mirando esa ventana suya de cada día en la que da lo mismo que el sol alumbre, esté nublado o en oscuridad porque él la traspasa con miradas perdidas en sus recuerdos.

Se conocieron hace tantos años que cuando lo recuerdan reviven lo que les ha acontecido juntos donde el tiempo se para. Es verdad que para una pareja, un matrimonio, con tantos años uno junto al otro el reloj se detiene porque lo verdaderamente importante es estar juntos.

Ella era una chiquilla de 14 años y su padre, Marcial, Guardia Civil con plaza en el Cuartel de un pueblo aragonés. Llevaban allí ya muchos años y por tanto eran muy queridos, conocidos. Su madre Petra era ese tipo de mujer que se dedicaba a todo el pueblo y lo mismo la veías ayudando al Padre Félix en la preciosa y pequeña Iglesia aunque demasiada maltrecha por los avatares del propio tiempo, de los conflictos y aunque algunos de sus muros estuviera desvencijados servían de soportales de la fe de tantos feligreses que amaban con más que devoción esa pequeña imagen de la Virgen que a la sazón era Patrona del lugar.

Su padre, Marcial, era Cabo de la Guardia Civil. Siempre lo recordaba erguido, con una sonrisa para todos, con bondad infinita, con orgullo y un inmenso honor por poder portar ese impoluto uniforme verde con algún que otro remiendo que su madre bien se afanaba en que no se notara en demasía.

No entraba mucho dinero en casa para cubrir todas las necesidades de los seis hijos del matrimonio: Marcial, Maximino, Petra, Hilario, Cesáreo y Julita, la pequeña, que era el “ojito derecho” de su padre Marcial.

No entraba mucho dinero y menos que se quedaba pues ya se encargaba su madre el cubrir las necesidades de esos vecinos que no tenían para nada. Es lo que tenía vivir en esos tiempos donde todos se ayudaban unos a otros, donde todos eran una Familia, una comunidad, una Casa.

Julita iba creciendo y haciéndose una mocita en medio de vivir en la pureza de un pueblo donde había nacido, donde sentía el cariño que es mucho más que el respeto hacia su padre y toda su familia.

Lo conoció dando un paseo por la plazuela vieja, que era la única que había aunque la llamaban de esta manera por puro romanticismo, se miraron, saludaron con una leve inclinación de cabeza y su padre D. Jullián le dijo: ¡Mira, aquí está Julita, la hija pequeña, de Marcial!

En ese mismo momento el tiempo se paró y supo que aquel chico bien plantado y vestido con una raída chaqueta que no le quitaba un ápice de elegancia sería el “hombre de su vida”. Y es que cuando dos corazones se encuentran no hay nada más que decir.

Se volvieron a encontrar más veces siempre con un amigo o amiga por medio actuando en modo de carabina y así iban pasando los días y los años aunque estos se iban haciendo eternos pues aunque dijeran que era “cosas de niños” ellos paseo a paseo, charla tras charla, sueños tras sueños compartidos se iban enamorando.

Todavía recuerda cuando cumplió la mayoría de edad y él con la hidalga figura que le ha acompañado siempre se plantó ante D. Marcial, al que conocía de toda la vida, para pedir entablar relaciones de noviazgo con su hija Julita solicitud que fue concedida de antemano porque no había cosa que le alegrara más a sus padres que fuese él  precisamente  el novio de “su  niña”.

También ingresó en la Benemérita Institución de la Guardia Civil pues todos sabemos que esta es de generación en generación. Todavía recuerda el sufrimiento de la primera separación pues fue destinado a un pueblo al norte de Galicia donde pasaría nada más y nada menos que tres años. Él volvía en algunos fines de semanas, algunas fiestas y en Navidad. Noviazgo de cartas de ida y vuelta tal y como era lo más común del mundo por aquellas fechas.

Y un noviazgo a base de cartas donde se juraban amor eterno dio paso años después a una sencilla boda con el cura de siempre en aquella ermita donde tantos se desposaron ante ese crucificado que los acogía en sus brazos.

El siguiente destino sería un pueblo vasco de cuyo nombre no se olvidará jamás pues ya por entonces se percibía cierto rencor hacia la benemérita institución de sus vidas, luego Zaragoza, Madrid, Sevilla, Granada, Cádiz hasta recalar en el último destino pedido por él mismo y que fue el pequeño pueblo aragonés donde un día se conocieran y que escogió como final de destino para instalar su casa.

Fruto de su amor dos hijas y un hijo. Las dos hace tiempo que marcharon persiguiendo sus sueños y el menor se quedó en casa que hizo suya convirtiéndola en su hogar. Se casó con Enriqueta la hija de la antigua panadera y tienen tres niños y lo que son las cosas el más pequeño también quiere ser Guardia Civil como lo es su padre, su abuelo, sus bisabuelos.

Julita se ha pasado más de media vida junto a su marido de sitio en sitio, de Cuartel a Cuartel, de lugar en lugar pero en el trecho recorrido han construido una bella familia a las que le ha inculcado los valores de la misma, que aquí no hay nadie más que nadie, que todos somos iguales pues somos hermanos, que hay que querer a España como si fueran tus padres, que hay que servirla al igual que servimos a todos los que nos pueden necesitar en un momento determinado.

Julita cose en su sillón que está justamente al lado del de su marido que le sonríe mientras mira a sus recuerdos. Julita ve la televisión y ya no entiende nada pues el mundo parece ir muy dispar a lo que en verdad quiere, necesita y siente la gente. Ha visto como una chica decía que se tenía que abolir la Familia y educar a los hijos en tribus donde nadie fuera padre o madre de ninguno. Piensa que esta criatura no ha tenido hijos pues si no no podría hablar con ese desgarro de lo mejor que Dios ha regalado a la mujer: La posibilidad de ser Madres.

Y Julita sigue cosiendo un precioso uniforme verde de Guardia Civil que va a ser su “pequeño” regalo para su nieto ahora que se acerca el día de su Primera Comunión.

-¡Pero abuelita, el tricornio quiero que sea el del abuelo!

- Sí, hijo mío y la cruz que lleves ese día en el pecho será la de tu bisabuelo Marcial que tanto te quiso sin llegar nunca a conocerte pues murió demasiado joven cuando socorría a unos montañistas que se habían quedado atrapado.

- Sí, pero el tricornio el de abuelo...

Y Julita lo mira mientras él pierde la mirada en su ventana de cada día sonriendo con lágrimas de honda emoción en los ojos y escucha a lo lejos como la chiquillería juega a la pelota en la Plazuela Vieja.


Jesús Rodríguez Arias

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