jueves, 14 de diciembre de 2017

LA VIEJA CASA DEL MOLINO ROTO




Los niños del pueblo le tenían ese miedo que ofrece lo desconocido o lo que en verdad no se quiere conocer. Vivía junto a sus abuelos en la destartalada casa que hay al final del cauce de viejo río cuando ya las casas de los vecinos se han perdido incluso de la vista.

Decían que nunca salía, que cuando se asomaba a la ventana parecía como un alma en pena, que sus abuelos la tenían encerrada, que…

Todos sabían que allí, en la vieja casa del molino roto vivían los Sarmientos con su nieta después de que sus padres murieran en un fatídico accidente de tren hace más de 10 años.

Murió el joven matrimonio y dos de sus tres hijos pues la más pequeña se pudo salvar ya que cayó entre las sábanas de las maletas abiertas tras el impacto.

Los Sarmientos siempre habían sido un matrimonio raro, circunspecto, oscuro y alejado de la mundanidad. Don Eulogio había sido el secretario del Ayuntamiento durante más de 40 años y Don Fermina se había dedicado a cuidar al único hijo de entrambos. Luisito, que así se llamaba, era la alegría personificada, era la luz, el color, la sonrisa en una casa en la que parecía instalada la tristeza y el luto permanente desde que su pequeña hermana Consolación murió de tisis una noche de un aciago día en pleno mes de noviembre.

Los Sarmientos se marchitaron con un dolor que no llegaron a superar aunque tuvieran otro hijo que fue la gran víctima propiciatoria del dolor que en demasiadas ocasiones llega a ser muy egoísta.

Luis, siempre fue un niño alegre que cambiaba cuando llegaba a la vieja casa del molino roto pues allí vivía en el penar. Nunca entendió a sus padres que preferían llorar y esconder su dolor que mostrarlo y recibir el cariño de todos cuantos los querían que eran muchos.

Luis, que tenía predestinado el cargo de secretario del ayuntamiento cuando se jubilara su padre, decidió dar un salto al vacío y entro a formar parte de la Guardia Civil. Prefirió una vida de servicio y sacrificios, una vida en color verde Esperanza, a una vida gris, oscura, de luto y penuria permanente. Prefirió que era mejor morir por España que morir de pena.

Los Sarmientos quedaron más hundidos en su penar cuando Luis se fue para nunca más regresar. Con el tiempo se echó novia, casó y tuvo descendencia hijo por hijo que de vez en cuando, nunca en noviembre, iban a visitar a los abuelos que los trababan desde esa frialdad que da el propio desconocimiento.

Un mal día, de un aciago año, el tren en el que viajaba la familia descarriló y los vagones saltaron por lo alto. El resultado fue catastrófico: Más de 200 muertos y tan solo 7 supervivientes que quedaron o maltrechos o malheridos.

La familia de Luis murió al completo salvo la pequeña que se salvó de milagro porque cayó su cuerpecito en una maleta que llevaba las sabanas de alguien. Fue la que quedó mejor parada, fue la que salvó su vida, fue la que fue condenada al dolor y la tristeza porque se fue a vivir con sus abuelos que penaban su pesar de haber perdido no solo a su hija que murió un noviembre de tisis sino a su querido Luis que había muerto junto a su familia en ese horrible accidente de tren.

Don Eulogio fue el encargado de ir al Cuartel donde se le rindió un sentido homenaje, donde se le impuso una medalla que le fue entregada junto a la bandera de España que cubría el féretro.

Desde entonces Don Eulogio casi no entra en la biblioteca de la vieja casa del molino roto porque allí está depositada, como la dejara aquél día, la arrugada bandera junto a la cada vez más mohosa medalla…

Pero la niña pronto se hizo notar, pronto quiso vivir fuera de esas pesadas cortinas que envolvían todo de negrura, quiso que los Sarmientos no estuvieran marchitos sino que volvieran a florecer a la vida.

Para asombro de los niños o los vecinos que a esa hora pasaban por delante de la vieja casa del molino roto, para estupefacción de sus abuelos, ese día no fue como había sido antes sino que empezaría algo al que no estaban acostumbrado en esa casa: ¡Dejaría entrar la vida!

La pequeña, que ya tenía 11 años recién cumplidos, se había vestido con un trajecito color verde, en honor al verde uniforme de su padre, y había dejado derrengado en el baúl ese que siempre se ponía gris tristeza. Había abierto las cortinas y las ventanas dejando que un halo de luz potente del sol invadiera cada estancia. Dejó que una ráfaga de aire puro descongestionara el aire viciado de dolor y llanto eterno porque desde ese mismo día empezaría a entrar vida y alegría en esa casa.

Doña Fermina se había sentado en el recio sillón y aguantaba su penar entre sus manos mientras los ojos, pocos acostumbrado a la luz, se cerraban. Enseguida llegó Don Eulogio, enérgico como era él, dispuesto a poner orden ante el desconcierto que es la misma vida.

Entonces se la encontró, a su nieta, vestida de verde Esperanza que era el color de ese ya anciano matrimonio hace ya tanto que ni se acordaba. Vio una inmensa sonrisa, unos ojos llenos de vida, unos brazos pidiendo un abrazo.

Vio tanta vida, tanto amor, tanto como se le había escapado entre las manos por llorar no sus penas sino sus miedos que le dijo a su mujer que se dejara de tonterías que por los niños ya no podían hacer nada, que ellos ya eran felices, y que ellos también se merecían serlo por ellos y por la niña de esos ojos llenos de vida.

En ese momento se abrazaron Eulogio y Fermina, un abrazo de amor maduro y madurado, de años y tantas vivencias. Un abrazo que no se dieron cuando murió su hija ese noviembre de tisis ni tampoco cuando su hijo Luis muriera junto a su familia en aquél accidente de tren…

Un abrazo que necesitaban darse pero que cada uno escudándose en el dolor nunca llegaron hacerlo.

Tenía que ser una pequeña con los ojos llenos de vida, con sus tirabuzones rubios como los de su madre, con ese genio alegre y optimista como su padre, que vestía color verde Esperanza la que hizo que ese preciso día empezaran a vivir de nuevo, que empezaran una nueva vida.

Desde entonces la vieja casa del molino roto nunca fue la misma pues en ella se instaló la alegría, la chiquillería jugaba en sus bonitos columpios mientras los amigos de siempre de los Sarmientos volvieron a ocupar un sitio en la vida de este anciano matrimonio que ahora si estaban llenos de vida.

Y todo fue por su nieta, su querida nieta, que un día decidió que la vida hecha alegría en la Esperanza volviera y habitara el cementerio que a base de recuerdos en esa fría casa se mantenía.

Todo fue cambiar el color del vestido, descorrer las gruesas cortinas y dejar entrar en el salón el sol que nos alumbra cada día.

Todo fue gracias a su nieta, su nietecilla, que se llama Esperanza como la vida misma.

Jesús Rodríguez Arias


Con este artículo me despido hasta que pasen las Fiestas que están por venir ya que son días de mucho trasiego familiar, de muchos reencuentros, de muchas alegrías, de muchos recuerdos, de mucha Esperanza…

Os deseo a todos una Feliz Navidad y un año 2018 lleno de lo mejor para seguir compartiendo la vida día a día cada vez que abrimos la ventana.




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