Mal pintaba
la cosa para la niña Suplicio cuando su madre pasó el suplicio de informarle,
sin derecho a contestación, que no a réplica, que su padre, D. Trófimo, y ella
habían decidido enviarla interna a un afamado colegio de señoritas donde sería
cultivada en las artes, las letras, los números y los quehaceres propios de una
señorita de su condición. Esto es inapelable.
. ¡Mamá!
¿Qué he hecho yo para que me tratéis de esta discriminatoria manera?
. ¡Suplicio,
no hay más que hablar! Y se hizo el silencio.
El internado
era un colegio de postín que le había aconsejado D. Demócrito, que era el rico
del lugar además de un auténtico cacique y socio fundador del “Domitar” al que pertenecía
D. Trófimo.
Institución
Académica de Señoritas “Carísima de Monte Cuadrado” se llamaba el lugar en el
cual ingresaría Suplicio por los próximos cinco cursos donde solo tendría unas
fechas concretas de salir para ver a sus padres: Navidad, Semana Santa y el
veraniego mes de octubre que era cuando el colegio cierra para acometer los
arreglos pertinentes.
Concertada
una entrevista con su directora, Dª Digna Mendizabal, auspiciada por D.
Demócrito, Suplicio fue admitida de inmediato toda vez que el mencionado
cacique era el accionista mayoritario y el que se llevaría grandes dividendos
del dineral que tendría que pagar D. Trófimo por tener a la repelente de su
hija Suplicio en tan alta Institución Académica.
Para hacer
frente a los estipendios que sufragaría el internado en un acto de amor
absoluto y desprendido D. Trófimo tuvo que vender la colección de cuadros
realizados con alas de mosquitos de kenia heredados de su abuelo Segundo, que
el quería como el primero, y que costaban un dineral.
Uniformidad
total donde solo destacaba el ilustre escudo de “Carísima de Monte Cuadrado”
bordado en seda e hilos de oro como único elemento distintivo.
En la verja
del gran palacio que albergaba esta insigne Institución Académica una escena
que desgarraba la epidermis hasta producir congojo: D. Trófimo al que
acompañaba Suplicio madre y delante Suplicio hija.
. Suplicio,
aquí te vas hacer gran señorita llena de virtuosismo y quién sabe si podrás
estudiar hasta en la universidad, le dijo su madre con ojos contrito y mirada
apagada mientras D. Trófimo se le ponía la faz blanca haciendo cuentas, que no
salían ni a la de tres, y preguntándose que otra cosa de valor podría vender
pues el busto de su tataratío-abuelo D. Crescencio General ni se tocaba.
. Madre,
entro obligada y me propongo salir expulsada porque os habéis olvidado de que
yo soy una contestataria.
. Después se
dieron un frío abrazo y la repelente niña entró por la sobria y solemne puerta
de la carísima institución.
La vida de
Trófimo y Suplicio ganó en tranquilidad y sosiego aunque perdió en comodidad
económica y visual pues todas las tardes, antes de tener que venderlos, el
bueno del padre de Suplicio se dedica a limpiar el polvo a los cuadros
realizados con las alas de mosquitos de Kenia y que ahora ese espacio de tiempo
lo tenía vacío al igual que la cuenta corriente.
Suplicio no
pegaba en ese ambiente tan escogido y selecto donde todas eran señoritas de
verdad que tenían una delicadeza y educación exquisita. Ella no, ni la
exquisitez ni la educación y menos la delicadeza entraban en su código de
conducta pues como buena contestaria era asquerosamente repelente, aburrida,
culta de sopa de letra además de antipática.
No se podía
decir que iba mal en las correspondientes asignaturas aunque sus notas, a diferencia
del resto, eran simplonas y ser simplonas en lugar de tanto nivel destacas por
poco que hagas.
Sólo había
una clase que le gustaba con desmesura, la de nueva cocina de Fausta de Fausto
Recuerdo. Gran cocinera que ha tenido grandes restaurantes a su cargo como “El
michelín de oro”, “Tenedor, plato hondo y nada en el fondo” o el carísimo:
“Pague y váyase”.
En la clase
siempre era la única que levantaba el dedo, la que salía para participar y la
que participaba de interesantes debates entre Fausta y ella en medio de una
nutrida clase de señoritas en actitud marsupial del ingente aburrimiento.
. ¡Hoy,
Suplicio! ¡Atención niñas! Vamos a cocinar un exquisito plato de gran éxito en
mi último restaurante: “¡Pague y váyase!
“Hoja de
rúcula al vapor rellena de aire camprestre”. ¡Una exquisitez, lo que se dice
una exquisitez! ¡Hasta reyes vinieron de países remotos para probar tan
sofisticado plato!
Suplicio se
le mudó de satisfacción su repelente carita mientras las demás miraban a la
profesora con verdadero asco.
Aprender
algo aprendió aunque lo de cocinar fue....
Al final
soportó y “soportaron” a Suplicio que con el caer de las hojas del calendario
iba pasando de niña a mocita, de mocita a polluela y vamos a callarnos.
Cuando sus
padres, cinco años más viejo en edad aunque exultantes en apariencia, fueron a
recogerlas con ojos apesadumbrados le dijo de sopetón:
. ¡Ya soy
mayor de edad y decido yo! ¡Quiero que me paguéis una buena universidad, los
gastos de manutención porque quiero estudiar “Historia de la Genealogía”.
. D. Trófimo
se empezó a encontrar muy mal mientras Suplicio madre, que también se había
coloreado las sienes y parecía mucho más normal y joven, le contesto: ¡Nos
alegramos de verte hija mía!
Al final, D.
Trófimo tuvo que vender su colección de bolindres de la niñez a un importante
anticuario porque uno de ellos pertenecía al desaparecido aristócrata D.
Bibiano de Casas Mayores y Campo Alto. Menos mal que el montante total dio
perfectamente para pagar los siete años de carrera en una buena universidad
donde su hija Suplicio saldría Licenciada en Historia de la Genealogía,
convirtiéndose en una adelantada a sus tiempos, y mientras él y su mujer
Suplicio tendrían otros siete añitos de tranquilidad.
. ¡Padre, no
voy a venir a veros en verano porque me voy hacer campamentos de trabajo donde
todos sentados estudiamos la genealogía del escarabajo pelotero!
.Lo que tu
hagas, Suplicio, bien hecho está, decía descansado D. Trófimo que temía a su
hija más que un incendio en un pajar.
Y así
Suplicio entre estudios y campamentos fue conociendo a varios pretendientes que
al conocerla bien dejaban de pretenderla para correr en sana escapada.
Goselino,
Folamón, Rufo, Rústico, fue con el que más duró, Lauro y hasta su profesor D.
Colmán cayeron hipnotizados bajo la pánfila conversación y mirada mezquina que
la hacía tan interesante.
Pero llegó
él, el que tenía que llegar, y por eso llegó.
Todos sus
pretendientes eran de clase bien, lo que podríamos llamar pijos, de derechas,
cultos y de rectos principios aunque no intenciones pues todos, especialmente
D. Colmán, eran unos sinvergüenzas de aquí te menees.
Él en cambio
era distinto. Venía al campamento de verano, del mejor verano de sus vidas, con
una beca o como los demás decían: ¡Subvencionado!
Sus padres
no eran como sus padres y eso le hacía ser tan verdaderamente interesante. Por
vez primera en su vida Suplicio se había enamorado.
Él tenía que
llegar y llegó para quedarse porque no tenía a donde ir.
Iracundo
Demenciano se llamaba y tanto el nombre como el apellido le hacían verdadero
honor. Era, como ella, contestatario
además de ácrata por lo que ella se quedó prendida a su sombra pues además de
amena charla, charlotadas decía él, leía a Ácrata Crhistie que era una mujer
que valía lo que valían las alas de mosquitos de Kenia que tuvo que vender D.
Trófimo para que pudiera estudiar en la “Carísima Institución” de la que era
dueño D. Demócrito.
Y mientras
Suplicio “intimaba” con Iracundo D. Trófimo estaba con Suplicio su mujer en un
crucero por el Río Charco tan felizmente.
¡No se
imaginaban lo que se les venía encima!
Jesús
Rodríguez Arias
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