Sus padres eran muy “moennos”
decían en el pueblo por entonces pues antes de casarse se habían “rejuntao” y
vivían en una comuna jipi de esas de “haz el amor y no la guerra y viceversa”.
Sus padres se llamaban Juan y
Leandra pero como eran muy in y por tanto jipis pasaron a ser reconocidos como
John y Lea. Él moreno, fornido, de hombros anchos algo paticorto con su melena
de buen pelo negro aunque según cuentan quienes lo vieron en todo su
naturalidad de fuchinga poco o ná…
En cambio Lea era una mujer
morena, bien parecida, cuerdo vigoroso y según las mismas lenguas bien terminá.
Bueno, pues John y Lea se
fueron a convivir juntos a una comuna que había cerca de la playa de los huesos
secos, en unas casas que ellos mismos construyeron a base de ramas de árboles
pues se puede decir que fueron los primeros ecologistas en acción.
Allí vivían, se acostaban,
pacían, fumaban, meditaban además de las correspondientes bacanales de todas
con todos, de todos con todos, de todas con todas como mandan los institutos de
la naturaleza.
No comían nada animal pues
ellos eran vegeterianos y es que tiene nabo la cosa…
Un día Lea tuvo una angustia
estomacal cuando fue a comer ensalada de jaramago y fue entonces cuando
Libertad, que así se hacía llamar la Faustina, le dijo que tenía que estar
embarazada, que tendría una cría, que se uniría a la comuna tan natural donde
todos eran bienvenidos si aportaban cuanto podía al follaje.
John, que estaba un poco
fumado, cuando Lea se lo dijo se puso de pie y abrazó a un árbol mientras decía:
Es nuestra aportación a la Madre Tierra.
Fue un embarazo ciertamente
embarazoso toda vez que tuvo que ponerse una bata pues se sentía incomoda ir
desnuda en tales circunstancias. Cuando llegó el día y delante de todos los
miembros de la comuna dio a luz a un precioso niño rubio, blanquito y con los
ojos azules que se parecía mucho a sus progenitores que eran morenos, con ojos
negros y de piel más bien tostada. El niño no se parecía mucho a John, vamos no
se le parecía en nada, pero él que era jipi de los de verdad lo acogió para
donarlo a la Madre Tierra como todos ellos.
Cuando llegó el quinto
invierno John y Lea estaban de la Madre Tierra, de la comuna de jipis y de la
playa de los huesos secos hasta el arcoíris y tomaron la decisión de abandonar tan
natural vida y volver al pueblo pues el niño que era más blandito siempre
estaba resfriado y ya se le había acabado la “maría” con la que le hacía las
inhalaciones.
Esta decisión no fue respetada
por los respetuosos jipis que le pusieron los cuatro harapos que aun
conservaban de la odiosa civilización en la orilla de la playa de los huesos
secos con una barca hecha con leños. Todas las puertas cerradas y todos unidos
en una bacanal de despedida mientras John, Lea y Lauro, que así le pusieron a
la criatura porque había que ser igualitario, se marchaban con “viento fresco”.
Con el tiempo y los
aconteceres de la vida lo peor de una sociedad civilizada, herida por las
fauces del heteropatriarcado, y capitalista hizo que tanto Juan, anteriormente
conocido como John, y Leandra, Lea para los jipis, se casaran en la Iglesia del
pueblo y bautizaran en la pila donde todos los de allí pasaron a Lauro, su
hijo, que este no tuvo la suerte de cambiar de nombre.
Juan cogió las riendas del
negocio familiar que se dedicaba al mundo de la construcción y Leandra empezó a
trabajar en una peluquería muy in que puso al poco tiempo donde su especialidad
era el corte, peinado y tinte del vello púbico o lo que es lo mismo que decir
del “mismo”.
Lauro, estudiaba en el colegio
privado más prestigioso de la zona, donde crecía en saber, en cuerpo y también,
porque todo hay que decirlo, en el “ya me entiendes” que fue cosa que mosqueó
mucho a Juan pues su pilila hacía honor a su nombre.
El niño rubio, piel blanca y
fina, ojos azul cielo, cuerpo apolíneo y con un “miembro” al que trataba como a
uno más de la familia no era ni por asomo parecido a su padre sino a ese joven,
rubio, ojos claros, fuertes y vigoroso en todos los sentidos que en sus tiempos
mozos habitara la comuna de la playa de huesos secos y con el que Lea pasaba
grandes ratos de “conversación” en las bacanales. Sí, todavía se acordaba
Leandra de las “conversaciones” con el miembro del holandés ese tan joven y tan
guapetón.
Lauro estudió años en el
extranjero y empezó a trabajar para una entidad financiera internacional con
alto cargo ejecutivo, con millonario sueldo, sobre algo del medio ambiente y es
que el espíritu “jipi” parecía que seguía siendo influyente en la familia.
Mientras Juan había comprado todo ese terreno que rodeaba la playa de los
huesos secos y que todavía era lugar idolatrado de la comuna jipi para hacer
una urbanización de chalés adosados con vistas a la playa. La compra y el
posterior cambio de calificación de rústico a urbanizable le costó mucho tiempo
en vender al alcalde, que era un ropasuelta melenudo e hijo de unos jipis de la
comuna, las bondades del turismo que iba a generar amén del sobre con un fajo
de hojas de lechugas que le dio como “ofrecimiento” a la Madre Tierra.
Igor del Higo, que así se
llamaba el alcalde ropasuelta que vivía en la comuna jipi desde que naciera,
vestía como visten todos ellos. Tenía más manchas que el mono de un mecánico
cuando termina de arreglar un coche, olía a sudor natural, a huevos de forma
natural, y la rasta tenía más solera y tersura que la cola de las hermanas
ratas.
Igor del Higo, que así se
llamaba la criatura, le gustaba mucho ser ropasuelta que es la derivación
natural de todo jipi que se precie cuando se mete en esto de la política, tenía
un gracioso sentido del humor y llamaba hojas de lechuga, que es un término muy
natural, a los billetes de 100, 200 y 500 euros aunque a estos últimos les
llamaba lombardas.
Pues eso fue lo que le dio
Juan, un gran sobre con muchas lechugas y más lombardas, para que todo el plan
urbanístico fuese hacia adelante para recibir otros dos más con incremento de
verduras que para nada eran una fruslería.
No os podéis imaginar como
sentó esto a la comunidad jipi que no opusieron resistencia porque ellos entre
porro y porro, abrazo a la Madre Tierra, bacanal y bacanal uno de ellos mismos
se los había cepillado sin enterarse ni nada.
Cogieron sus cosas, muy pocas
por cierto, y se fueron en busca de otro lugar donde asentarse y seguir dando
por saco que es una cosa muy jipi por cierto.
Cuando Lauro volvió al pueblo
lo vio todo muy cambiado pues se había convertido en un lugar referente de
turismo para todos los sexos y para todos los géneros. Le parecieron
extraordinarios los chalés adosados que su padre había construido en la playa
de los huesos secos y que ahora era un vergel lleno de vida y de vidorra.
Estuvo poco tiempo pues
acababa de ser nombrado director general en Europa del Banco Mundial y
Financiero y tendría su sede en Suiza.
Juan y Leandra, sus padres que
estaban enamorados del dinero, sentían mucho orgullo de su vástago cuando le
presentó a su prometida que según dicen es de una de esas familias más ricas de
América.
Ella, chapurreando español,
les confesó que ya hacía más de tres años que yacían juntos y que al principio
todo fue más doloroso ya que la virilidad de Lauro no tiene nada que ver con el
nombre pues sus más de 30 cm de escalímetro daban para muchas más…
Juan, algo mosqueado, le dijo
que aquí en España la media nacional estaba en 13,7 de Producto Interior Bruto.
Un día saliendo Lauro de las
lujosas dependencias donde tenía su despacho se encontró con una persona que le
era conocida aunque no le ponía nombre.
¡Hombre Lauro, que alegría
verte!
¿Perdón? Le contestó mirándolo
de arriba a abajo.
Soy Igor del Higo, antiguo
alcalde de tu pueblo de nacimiento, es que estoy aquí pues he fijado mi
residencia después de que el poder caciquil del Estado pusiera tras de mí la
dictadura de sus leyes por cuestión ideológica.
¿Sí?, le contestó Lauro.
Y aquí me he venido como
exilio político. No vivo mal pues he metido en el banco mis ahorrillos, 1000
millones de las antiguas pesetas, y aquí estoy sobreviviendo.
Igor del Higor había cambiado
tanto que se había afeitado, lucía limpio un trajechaqueta con corbata de pura
seda y gemelos de oro con esmeraldas y conducía un lambordini, que todos
sabemos es un coche propio del propio proletariado.
¡Pues me alegro hombre de que
te haya ido todo bien aunque digas que estás tan mal!
Igor, puso gesto circunspecto,
y le dijo: Siento la separación de tus padres. Sé que tu madre está en Holanda
con un tal Matt que dice conoció en sus años jóvenes y que se enamoraron de sus
cosas.
De tu padre, ya sabes, lo
pilló Hacienda y ahora está la cárcel cumpliendo pena por varios delitos. ¡Es
que siempre fue un poco lelo y cateto! ¿Te estoy importunando?
No, que va, le contestó Lauro.
Todo eso ya lo sabía. Solo una cosa, si mi padre es un sinvergüenzas tú lo eres
más, si mi padre fue un jipi de los de la Madre Tierra tú eres un asqueroso
ropasuelta sin moral.
¡Perdona, los de izquierda
radical somos los adalides de la honradez!
Sí, pues aquí se acabó la
conversación. Don Igor de los Higos: ¡Váyase usted a freír espárragos!
Y se metió en su coche
mientras el chófer cerraba la puerta.
Estas cosas son las que pasan
cuando uno se codea con los ropasueltas…
Jesús Rodríguez Arias
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