Desde que se fuera aquél día
de invierno que llovía a cantaros siempre volvía aunque fuese una vez al año a
la vieja Ermita.
Allí se casaron sus padres,
fue bautizado, recibió por vez primera la comunión, se casó…
Sí, la vieja Ermita que está
arriba de aquél montículo se mantiene erguida a pesar de todos los pesares. Un
lugar que transmite Paz y se respira la Fe. La preside un crucifijo que dicen
es muy antiguo y que ya hace algunos años estuvieron algunos estudiosos del
tema para llevárselo a la capital, hacerle un estudio y verificar lo que
estimaban. No se movió por la oposición de todo el pueblo que no quería perder
al depositario de tantas ilusiones, plegarias, lágrimas y silencios. El
crucificado tiene nombre y se llama Señor Jesús.
Cada año intenta volver a sus
orígenes que no han llegado a perderse ni por estar cerca de treinta años en
otro lugar donde ha hecho una familia y un hogar, ni porque sus queridos padres
hace más de diez murieran.
Las cadenas que le tienen
agarrado a su pequeño y bonito pueblo donde es conocido y querido por igual es
el Señor Jesús y la Vieja Ermita. Allí está toda su vida, allí despidió a sus
padres, allí enterró sus fantasmas, allí cicatrizaron muchas de sus heridas,
allí se hizo hombre, allí creció en la fe, allí constató que se estaba haciendo
mayor cuando las canas poblaban sus sienes y esas interesantes barbas que
llevara desde que viniera del servicio militar.
Le gustaba ir solo pues en la
soledad y el silencio se encuentra uno a si mismo pero también lo hacía con
Encarnación, su mujer, y sus tres niños hoy hechos hombres. Quería transmitir
esa clase de Fe que solo se alcanza a sentir en ese lugar ante la mirada del
Señor Jesús que nos recibe siempre a todos con los brazos abiertos.
Algún día cuando los niños
cojan su camino le gustaría volver con Encarnación, de hecho están restaurando
poco a poco la casa familiar en el centro del pueblo pues como ellos dicen:
“Somos de aquí y aquí hemos de vivir y morir”.
A él le encanta pasear por su
pueblo, perderse entre las estrechas calles con casas de piedra, con tejados
uniforme, con olor a leña…
Le gusta caminar los senderos,
caminos, veredas, adentrarse en la montaña, mirar esa águila que en el cielo
planea, perder la vista en ese inmenso cielo que nos cubre y alberga y terminar
sentado en el banco donde lo hacía su abuela, rezando al Señor Jesús que lo
escucha, protege y por él vela.
Le gusta tanto su pueblo al
que vuelve al menos una vez al año para reencontrarse con su vida, con sus
recuerdos, con aquellos años donde siendo un pequeño jugaba en la plaza del
árbol.
Está a punto de jubilarse
después de más de 30 años sirviendo a España. Ha llegado hasta donde ha podido
o mejor dicho, hasta donde lo han dejado. Los niños caminan solos y solo el
pequeño sigue estudiando.
Hoy ha recibido dos cartas,
las dos oficiales. Una es la del ayuntamiento de su pueblo para decirle que ya
están empadronados y que le encantaría allí verlos. La otra le comunica que en
un mes se jubila, que gracias por los servicios prestados, que ese día y en esa
fecha tiene que asistir a un acto, el último de su carrera y el más importante
en años.
Dos cartas que le emocionan
mucho pues su presente se hace pasado y su pasado vuelve a ser su presente.
Y es que él es Guardia Civil y
su vida ha sido siempre servir a España. Dentro de poco más de treinta días se
retira y entonces piensa en volver a su pueblo, el de la Vieja Ermita que
preside majestuoso y humano el Señor Jesús. Piensa volver más pronto que tarde
con la Encarnación de su alma y su hijo Lucas que está terminando de estudiar
esa oposición y que le ha dicho que puede hacerlo en el pueblo donde se
encuentra tan bien y es tan feliz.
La próxima vez no será una
visita, será para quedarse, será para vivir allí su vejez…
Jesús Rodríguez Arias
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