Cuando nací ya estaba Engracia
con su blanco delantal, siempre limpio, siempre planchado. Crecí en torno a su
cariño, sus croquetas de bechamel o esa sopa donde cabía de todo, crecí también
con sus regañinas y con ese: “¡Ay Julito, que me vas a matar!, crecí mientras
ella iba envejeciendo.
Engracia servía en casa de mis
padre pues se lo podían permitir. Llegó de su pueblo recomendada por el Padre
Don Anselmo al cual mi padre y sobre todo madre veneraban. Era una mujer chica
de cuerpo aunque fuerte y algo corpulenta. Venía sabiendo lo imprescindible
para llevar una casa, para cocinar, para mantenerlo todo en orden y sobre todo
con un buen carácter pues tenía que cuidar a madre que siempre estuvo enferme
desde que nací y también aguantar el carácter algo agrio de padre que desde
siempre ha sufrido mucho y más al ver a su mujer poco a poco apagarse.
Padre ocupaba un alto cargo
que ha ido ganando a pulso desde que saliera Teniente hace ya muchos años. Se
ha curtido en puestos y puestos, en pueblos y ciudades, entre gente y gente.
Fue ascendiendo en el escalafón y ahora es Coronel de la Guardia Civil a la que
se entrega sin descanso y donde sé es feliz. En casa también lo sería si su
Margarita no se estuviera marchitando por culpa de una complicación cuando
nací. Madre está muy apagada y casi no puede ni con su alma. Menos mal que está
Engracia que son sus pies y manos, sus ojos, sus palabras…
Baldomero, que así se llama
padre, pensaba que ahora que justamente estaban en lo mejor de la vida, donde
casi todo estaba hecho, su mujer Margarita había empeorado tanto que Don
Gregorio, el médico de la familia, le daba poca o ninguna esperanza.
Fue una tarde con el sol de
primavera cuando en casa anocheció de pronto. Vi a Engracia muy preocupada y
llena de tristeza y dolor. Vi a padre sentado en su despacho mirando una
fotografía donde estaba madre y él mientras una lágrima recorría su mejilla, vi
que las cortinas eran echadas y supe que madre había muerto.
Después de eso la casa nunca
fue la misma pues aunque madre estaba enferma y sus fuerzas flaqueaban por
momentos se notaba su dulce presencia y notaba esa clase de Amor que solo puede
dar una madre.
Padre se resguardó en su
trabajo y en su despacho donde se sentía feliz a base de tantos y tantos
recuerdos y Engracia desde ese momento se convirtió en mis pies, manos,
palabras y silencios.
Estuvo conmigo siempre, me
acompañaba al colegio, intentaba ayudarme en los deberes, me aconsejaba sobre
los amigos o cuando me vieron pasear un día con Rosario la hija de Ambrosio el
Boticario.
Yo le preguntaba: ¿Engracia,
como sabes tanto? Y ella me contestaba: ¡Anda, anda, que eres un rufián!
Yo iba creciendo en cuerpo y
en años y Engracia envejeciendo aunque mantenía el cuerpo pero el cabello
aparecía ya cano. Ya no se ocupaba de la casa porque padre viendo las limitaciones
físicas contrató a dos nuevas empleadas para que se hicieran cargo del cuidado
de su hogar mientras Engracia coordinaba todo, atendía a todo, y cocinaba pues
era un ángel con esas croquetas de bechamel o esos guisos traídos del recetario
de su pueblo.
Padre, que nunca fue el mismo
desde que muriera madre, pasó a la reserva y ahora se entretiene en el Casino
Literario, que tiene más de 150 años, y del que desde hace poco más de un año
es presidente. Se dedica a estudiar, a escribir, a tertuliar. Se le ve más
entretenido, se le ve un poco más feliz, mientras saluda a los socios que cada
noche le despiden: ¡Hasta mañana mi Coronel!
Y Engracia sigue en casa,
cuidando de cada cosa esté perfecta, que todos sepan cual es su cometido y en
ese todos estamos padre y yo mismo porque ella se dedica a su cocina a la cual
no deja trastear a nadie pues es feliz entre fogones, con su blanco y limpio
delantal mientras fríe sus famosas croquetas.
Hoy es un día muy especial
pues viene a casa Rosario, con la que si Dios lo quiere me casaré en la próxima
primavera, Ambrosio y padre son amigos desde siempre y están encantados con la
relación.
Y Engracia…, Engracia también
pues ya se hace ilusiones de cuidar a mis hijos cuando los tenga.
Un día, en la intimidad de la
cocina, cuando el sol se había puesto le pregunté el por qué me había cuidado
de esa manera, porque me había dado tanto amor, tanto cariño, por qué estaba
tan atenta a mí, por qué…
Ella me miró a los ojos con
una inmensa sonrisa y me dijo: “Se lo prometí a tu madre justo antes de morir,
le prometí que sería sus pies, sus manos, sus palabras, sus silencios y que
nunca te faltara el cariño, la comprensión, el apoyo pues el Amor, ese Amor de
madre, no podría dármelo pues ya lo tenía conmigo para siempre desde el día que
naciera y agarradito a su mano mi madre se hizo Madre.
Hoy sentado en el butacón
mientras veo a mi hija asomada al gran ventanal pienso en padre que fue un
hombre recio, generoso y lleno de dolor y pienso en Engracia que sin ser mi
madre me dio tanto y tanto Amor…
Jesús Rodríguez Arias
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