Siempre por Cuaresma Don
Olegario hacía actos penitenciales en la pequeña Iglesia de nuestro pueblo. Que
si los retiros, las Misas, los Vía Crucis… Él en sí siempre fue muy de
Cuaresma, muy de conversión, muy de penitencia.
Don Olegario, que así lo
llamaba todo el mundo, siempre nos pareció demasiado mayor aunque ahora con el
paso de los años me imagino que también habrá sido joven. Será por su larga y
raída sotana, será porque a todos nos parecía demasiado alto, con esa voz grave
que te decía desde lo alto del campanario: ¡Hola niños! ¿Cómo estáis?
Don Olegario se puede decir
que confesaba a todo el pueblo y hasta esos que decían no creer, como Marcial
que dicen fue anarquista, le gustaba echar sus charlas con él metidos en la
sacristía. Siempre que salía decía lo mismo: ¡Este Cura es mucho Cura!
Y es que a Don Olegario había
que convencerle con argumentos sólidos no con un “me dijo, me dijo…” Era un Cura muy ilustrado, de gran sapiencia y
sabiduría, que son cosa distinta, que subía el nivel con quién tenía y mantenía
buenas charlas coloquiales con cualquiera. Lo mismo opinaba de fútbol, que de
toros, sabía las inquietudes que asolaban al pueblo, podía saber incluso cuando
iba a llover con solo mirar el cielo…
Don Olegario, que ya rondaría
los setenta era hijo de Melquiades, un labrador que de siempre fue ateo tan
ateo que no creía en nada ni siquiera en si mismo. Melquiades tenía tres hijos
más que Olegario y salvo el pequeño todos se casaron, tuvieron hijos y se
dedicaron al campo.
Todos menos Olegario que Dios
lo llamó para sembrar su Palabra en campos más áridos que la tierra seca. Ni
que decir tiene que Melquiades no entendió esa decisión pero siempre la respeto
e incluso a la hora de morir le pidió la bendición a su hijo “por si acaso”.
Don Olegario se ordenó Cura
una mañana del Día del Pilar y con el tiempo ingresó como Castrense y más
concretamente en la Guardia Civil. Estuvo en muchos acuartelamientos, sacando
Capillas y Familias hacia adelante a las que solo la Fe le quedaba para seguir,
fue ascendiendo en su escalafón aunque hay que decir que a él eso le importaba
bien poco porque era un simple sacerdote de pueblo que se dedicaba trabajar
para que cada alma fuese al Cielo. Dicen que cobraba su sueldo pero nunca se le
notó pues comía muy poco y sus dos sotanas estaban que se caían a remiendos.
Eso sí, cada vez que visitaba a las familias más pobres les llevaba una buena
cesta con comida, les pagaba la luz o vestidos pues también hay que vestir al
desnudo y dar de comer al hambriento.
Hace algunos años dejó de
prestar servicios en la Benemérita y se instaló en su pueblo de siempre, donde
su padre Melquiades muriera hace ya tantos años, donde sus tres hermanos
hicieran cada uno una familia, donde era conocido desde pequeño.
Y aquí sigue con sus andares
ligeros a pesar de los años que dicen tiene, con su sotana parduzca y con cien
remiendos dando unas homilías que dejan el corazón con ganas de más, de conocer
a Jesús del que se sabe perdidamente enamorado, el hijo de Dios que se hizo
hombre por todos y cada uno de nosotros, charlando con quién se tercie de
literatura, astronomía, fútbol e incluso de la última película que viera en sus
años mozos, paseando por esos campos que labrara su querido padre hace ya
tantos y tantos años o mirando esa nube que se conforma en el cielo y que
predice que la lluvia está todavía por caer…
Tiene más de setenta, algún
que otro achaque como esos restos de la pulmonía sin curar del pasado invierno,
y todavía se le puede ver esos ojos de eterno niño pequeño, llenos de ilusión,
de piedad y de Fe cuando reza cada tarde el rosario ante la pequeña Virgen del
Pilar que está justo a la pila bautismal de la pequeña, antigua y vieja Iglesia
de nuestro pueblo.
Jesús Rodríguez Arias
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