Él también
había sido joven, impetuoso, osado y con esa clase de imprudente valentía que
suele poner en peligro más a tu compañero que a ti mismo.
Él también
había pasado por distintas unidades, servicios, brigadas.
Él también
había sido de esos que pensaban más rápido de lo que después se actuaba.
Su vida por
aquél entonces no fue fácil. ¿Quién dijo que alguna vez lo fuera?
Se crió en
una Familia numerosa con nueve hermanos, padres, abuelos y la abuelita Francisca
que rondaba ya el siglo y que todavía hacía punto para terminar la enésima
colcha que regalar a cuantos novios iban saliendo en el pueblo. “Podrán pasar
hambre pero calorcito no les va a faltar” decía con una sonrisa eterna, la que
le acompañó durante toda su vida y que se llevó marcada en su rosado rostro
cuando la muerte, que no perdona a nadie, vino a visitarla una tarde-noche de
abril en la que llovía a cantaros para variar.
En el pueblo
trabajabas en el campo, con el ganado o donde fuera pues trabajar tenías que
hacerlo. Estudiabas el tiempo que podías dedicarle a ello y casi siempre era
después de la cena mientras su madre trasteaba en la cocina los niños
estudiaban alrededor de la mesa a la luz de la vela como la mejor, también
única, iluminación.
Su padre
desde chiquillo lo pusieron a trabajar en la tienda del tío Eulogio después del
accidente que sufrió en el campo y que lo mutiló para toda la vida. A pesar de
faltarle tres dedos de la mano izquierda siempre cortó la carne con mucha
destreza.
“No
consigues nada si te lamentas” decía a modo de jaculatoria cuando llegaba a
casa a las tantas y su madre le ponía esa sopa humeante con una rebanada de pan
por encima.
Él siempre
le contaba a sus hijos que hubiera querido ser Policía como lo fue su tío
Andrés o su primo Perico. El accidente le cambió la vida para siempre porque no
podía ingresar en el Cuerpo con tres dedos de una mano sesgada como el trigo o
la cebada. Desde entonces tuvo que conformarse con lo que contaba su primo
cuando lo visitaba cada verano mientras se tomaba un vaso y él le pesaba a Doña
Eufrasia cuarto y mitad de garbanzos.
Para su
desgracia casi ninguno de sus hijos le había salido con vocación y todos
enfocaban sus vidas en lo que les iba gustando. El mayor ya ayudaba a Sebas en
su taller y Julia se iba todas las tardes con Consolación a su taller de
costura pues decía que ya la vista no le acompañaba.
Su gran
esperanza era su tercer hijo que parecía que había nacido con ese espíritu que
él mismo tenía antes de que ese accidente le segara sus propios sueños.
Joselete,
que así llamaban a su hijo, se le veía que disfrutaba ayudando al viejo
Casimiro, el guardia del pueblo, a mantener el “orden” en las calles. Siempre
solícito obedecía las ordenes del municipal cuando le decía que avisara a
Gervasio pues su carro entorpecía la calle principal.
Un día
conversó con su mujer cuando los niños se habían acostado. Me gustaría apostar
por Joselete pues tiene madera de buen Policía como lo fue su tío Andrés o su
primo Perico. Lleva el azul en el alma y eso se le nota.
¿Por qué no
cogemos algunos de los escasos ahorros y lo mandamos con tu hermana Begoña a la
capital? Yo me encargo de hablar con Andrés que sé tiene buena mano todavía a
pesar de estar retirado hace ya cinco años.
Y así fue
como empezó a ser Policía Joselete.
Le costó
Dios y ayuda el dejar el pueblo, a sus padres así como al viejo Casimiro que el
día que se subió al autobús le regaló su preciado silbato.
En casa de
su tía Begoña y por mano del primo Andrés consiguió un buen profesor para que
lo fuese preparando a ser un buen Policía incluso ante de entrar.
La
convocatoria se celebró según lo previsto y para alegría de Joselete además del
orgullo de sus padres y del primo Andrés consiguió el número uno de su
promoción y tras el periodo de la escuela salió como un Policía más.
El día que
juró con su impoluto uniforme, su placa en el pecho, y esa gorra que sujetaba
de forma marcial con la mano sus padres se emocionaron, sus hermanos se
sintieron orgullosos de ese “renacuajo” que no hacía más que estorbar poniendo
orden aquí o allá. Hasta el viejo Casimiro que se había retirado unos meses
antes lloraba con honda emoción al ver que ese apuesto joven que siendo niño le
ayudaba era todo un Policía.
Joselete
pasó a llamarse José aunque algunos compañeros le llamaban Pepe. En su vida
dedicada a servir a España y a los demás no sé en cuantos servicios,
departamentos, brigadas sirvió. En todos destacó ser un buen Policía.
Nunca se
arrugó ante la dificultad, el lógico miedo, los pesares e incluso heridas que
por acto de servicio pudo sufrir.
Nunca se
amilanó ante retos mayores y poco a poco a base de mucho trabajar, de mucho
estudiar, de mucho aprender, fue ascendiendo en el Cuerpo que era su vida.
En una de
estas conoció a Manuela, la hija del Inspector Nañez al que tanto admiraba y
quería. Ella como buena hija del Cuerpo asistía a todos los actos que podía y
en uno de ellos junto a ese frondoso árbol que había en el parque y cobijados
por la gloriosa bandera de España se enamoraron. El noviazgo duró seis años y
un ascenso hasta que llegó la hora de desposarse aunque llevando la contra a la
misma tradición fue él quién eligió el sitio: La Iglesia de Santa Fulgencia en
su pueblo de toda la vida.
Nunca hubo
tantos uniformes juntos como ese día y hasta Casimiro que ya no podía ni andar
se puso el suyo de municipal con la medalla que le otorgó el municipio cuando
se jubiló.
El novio al
que todos en el Cuerpo llamaban José o Pepe según el grado de compañerismo o
amistad se vio gratamente sorprendido cuando casi todos los vecinos quisieron
acompañarlos ese día y hasta habían preparado un almuerzo en la huerta de Tío
Ramiro porque nadie quería fallar a Joselete.
Su padre ese
día colgó el mandil para ponerse ese traje de chaqueta que le regalara su hijo
cuando cobró el primer sueldo de Policía y su madre guapa de verdad lucía
señorío sujeta al brazo de su querido hijo. Sus hermanos, algunos ya casados,
también estaban con él.
Han pasado
ya muchos años y lo que son las cosas hoy es el último día que está Don José,
el Inspector Jefe de la Comisaría Provincial, en su despacho. Sentado tras la
mesa con un crucifijo y una bandera de España y cinco cuadros: El de la boda con
Manuela y el de sus cuatro hijos. El mayor ya viste también el uniforme azul
con su placa en el pecho.
Puede decir
que en estos 43 años de servicio es amigo de todos sus compañeros estén en el
escalafón que estén. Desde el Comisario hasta el último agente perdido en el
más escondido lugar de España.
Su impoluto
uniforme azul en el que se distingue el distintivo de Inspector Jefe además de
una hilera de medallas todas concedidas por méritos y valor.
Siempre fue
corpulento aunque todavía no tenía un gramo de grasa de más, pelo cano con
entradas que hacía que se pareciera cada vez más a su querido padre que murió
hace veinte años de un infarto cuando cerraba la tienda.
Mirada
amable pues a pesar de todo lo visto y presenciado en su vida era siempre un
defensor de la bondad del ser humano. Las arrugas se marcaban en su rostro,
sobre todo en la frente y rodeando los ojos. Tantas horas de preocupación dejan
huella.
Hoy tiene un
almuerzo de despedida al que asistirá Manuela que es tan reacia a estas cosas.
Hoy pondrá fin a más de 43 años de servicio activo en el Cuerpo porque Policía
lo será toda su vida.
Hoy para
muchos será Don José, otros le dirán José y algunos Pepe que es como se le ha
conocido desde que se viniera del pueblo siendo un jovenzuelo a casa de su tía
Begoña porque quería ser Policía al igual que lo fue el tío Andrés o primo Perico.
Hoy será el
Inspector Jefe, ese hombre grandote que rebosa humanidad y que siempre ha
llevado con honor este uniforme azul glorioso.
Hoy sus
compañeros lo despiden con un almuerzo, con risas, anécdotas, vivencias,
palabras y algún que otro presente.
Hoy es hoy
porque mañana volverá a ser Joselete, ese niño que ayudaba al viejo Guardia que
en su pueblo siempre se llamará Casimiro.
Jesús
Rodríguez Arias
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