Lo podías
ver paseando por las calles del pueblo con movimiento lento, te lo podías
encontrar en el bar de siempre tomando ese café suyo de cada día que los
médicos no le han podido quitar y mira que lo han intentado aunque si querías
encontrarlo seguro es en ese banco a la salida que está junto a la carretera
donde solo o en compañía de otros miraba la calle con aires de añoranzas.
Todos
conocían a Tío Nicanor.
Nicanor
Flores Rodríguez decía su documento de identidad aunque durante más de cuarenta
años se le conocía como Nicanor, el guardia, hasta que en su vejez todo cambió.
Tío Nicanor,
así le llamaremos, era hijo de un agricultor que vivían de lo poco que sacaban
trabajando el campo. Su padre Dionisio siempre le dijo que se aplicara en los
estudios pues no quería que su vida fuese la suya. Por eso un día habló con el
profesor de la vieja escuela que estaba erigida en medio del campo para que el
tiempo que estuvieran sus hijos allí aprendieran mucho. Don Fernando, el
maestro, que era un buen hombre se lo prometió con la firma del mejor contrato
entre caballeros que existe: ¡Un apretón de manos!
La vida de
este niño, el mayor de sus seis hermanos, era lo dura que era en aquellos
tiempos: Se levantaba muy temprano junto a su padre para atender al ganado, se
iba a la escuela donde pasaba toda la mañana y aunque las clases seguían por
las tardes él no recuerda haber asistido a ninguna pues después de almorzar, lo
que buenamente hubiera en el plato, se tenía que ir con su padre a las labores
propias del campo, del ganado o lo que se terciara en cada momento pues la vida
no era ni es fácil en la actualidad para pastores, ganaderos, agricultores...
Don Fernando
sabía que si bien Tomás, el hermano menor, no tenía mucho aquél para los
estudios, Nicanor aprendía y se esforzaba. Pensaba que al ser el mayor y
conocer las ingratitudes del trabajo de su padre quería formarse para poder dar
a los suyos, cuando los tuviera, mejores condiciones de vida.
En casa del
maestro ni qué decir tiene que nunca faltó comida pues los colonos y
agricultores le ofrecían las viandas que podían para que a la familia de Don
Fernando no le faltara de nada. Él era el profesor de sus hijos, el que le
escribía las cartas a sus familias, el que les enseñaba a escribir y contar, el
que estaba al tanto de sus cuitas y cuentas, pues era el hombre en quién
confiar, esa persona que vale la pena cuidar porque en definitiva cuida de
todos.
Don Fernando
fue un maestro único que se entregó por completo a la docencia y a ese pequeño
poblado donde estaba radicada la vieja Escuela. Cuando tenía que ir al pueblo
porque lo llamaba el alcalde, ir al médico u otros asuntos, tenía que coger la
mula y atravesar kilómetros a bases de caminos inexistentes, veredas
inimaginables, repechos imposibles...
Esa fue la
infancia y primera juventud de Nicanor que junto a sus padres Dionisio y
Micaela, sus hermanos menores, Cipriano, Evaristo, Desiderio, Margarita y Tomás
componían la numerosa Familia de los Flores Rodríguez. Ni que decir tiene que
fueron bautizados por Don Damián, el cura del pueblo, con el nombre del día en
el que nacieron como era la costumbre a seguir.
Un día Don
Fernando le comentó a Nicanor que el alcalde le había dicho que Nemesio, el
guardia, estaba a punto de jubilarse. El puesto era bueno, el sueldo no tanto,
aunque tendría la vieja casa, que más parecía un chozo, pero con un poco de
buena mano podría ser hasta un hogar y le animó a que se presentase, que ya
había hablado por él. Tenía que hacer un examen pero que eso estaba chupado
para un joven que había aprendido tanto con tan pocos medios.
El día del
examen fue al pueblo en con su inseparable borriquillo Orejotas. Llegó a la
hora convenida y ante él estaba el munícipe, el doctor Sarmientos y Nemesio, el
guardia.
Había dos
candidatos más para este puesto que le ofrecía la oportunidad de prosperar
aunque fuese a base de mucho esfuerzo. Hizo un buen examen pues Don Fernando lo
había instruido muy bien a lo largo de muchos años y consiguió la plaza de
Guardia Municipal de su pueblo.
Ni qué decir
tiene que el poblado donde vivía fue una fiesta y todos se alegraron de la
buena nueva de Nicanor. Su padre le dio un abrazo lleno emoción apenas
contenida porque veía en su hijo los frutos de sus esfuerzos, los de sus
padres, abuelos pues eran una larga saga de agricultores y ganaderos que se
levantaban cuando el sol ni se le esperaba y llegaban a casa cuando se había
ocultado muchas horas atrás.
Micaela
decía a todos: “¡Ya el niño se ha colocado! ¡Ya no tendrá que pasar tantas
penurias! Y lloraba de emoción porque su hijo, el mayor, había prosperado y
porque se tendría que marchar del poblado pues tenía que vivir en el pueblo.
Desde que
juró el cargo con su impoluto uniforme y su placa en el pecho pasó de ser el
hijo del Dionisio a Nicanor, el Guardia.
De ser el
único a más de 10 cuando le llegó sobradamente la hora de la jubilación.
Fueron más
de cuarenta años de servicio a su pueblo, a sus vecinos, lo mismo lo veías
avisando aquél vecino que había dejado la moto en mal lugar y entorpecía el paso
del carro de la panadería, que le decía a esos novios que se habían atrevido a
cogerse la mano que tuvieran cuidado pues había visto a sus padres doblar la
esquina, que también llevaba el trabajo administrativo del entonces diminuto
ayuntamiento, practicaba los primeros auxilios e incluso llegó a poner alguna
inyección que otra cuando el médico no estaba en el pueblo.
Un día fue a
informar a unos turistas, que lo son todos los del fuera del lugar, por donde
tenían que coger para a la Ermita “Tres Piedras”. Una chica de unos veinte años conducía y era
de la capital llevaba a sus padres que siempre le hablaban de su pueblo con
cariño y se enamoró de ella.
No se sabe
ni cómo ni donde se lograron ver de nuevo y desde entonces fueron novios para
toda la vida. Esperanza, que así se llama, se casó con Nicanor un 9 de julio de
hace tantos años que hasta la memoria se vuelve frágil, y fueron un matrimonio
para siempre. No tuvieron hijos y eso hizo su amor fuera más fuerte. Ella era
maestra y consiguió plaza en el pueblo a los años.
Ahora
Nicanor ya no es el guardia, aunque guarda todavía en el ropero su impoluto
uniforme con la medalla al mérito que le impusieron cuando se jubiló, y
Esperanza tampoco ejercía de maestra aunque en la Iglesia daba clases de apoyo
a los niños, catequesis y también enseñaba a leer y escribir a los mayores que
no habían podido estudiar.
Cuando ya
caminaba torpemente apoyado en su bastoncillo y su vista no daba más allá que
para ver sus propios recuerdos todos en el pueblo lo llamaban Tío Nicanor al
que siempre le agradecían cuanto hizo por ellos en cualquier momento de su vida
pues fue más que un servidor, fue y es un buen hombre que llevaba una herencia
familiar de personas entregadas, bondadosas, serviciales...
Y allí
sentado en ese último banco del pueblo que justamente se ve la carretera le
dice a Luciano, que es su inseparable amigo de siempre, que ya es hora de
volver a casa y lo hace feliz pues allí lo espera esos ojos negros, por los que
no han pasado los años, brillando de amor, su mujer que es en verdad su
Esperanza de ayer, hoy y siempre.
Jesús
Rodríguez Arias
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