“Cuando el
río suena agua lleva” pensaba de dentro para fuera la abuela Ernestina ante
cualquier situación que le pasara frente por frente.
No, no era
mal pensada sino que la vida a modo de caídas le había enseñado mucho más que
toda la sabiduría andante del bueno de su padre al que todos en el pueblo lo
tenían como un erudito.
Ella había
crecido en una familia numerosa y gracias al puesto de secretario su padre que
compaginaba entre el Ayuntamiento y el Gobierno Civil pudo al menos sobrevivir.
Como sus
hermanas se instruyó en el Colegio de las Monjitas, que era como se conocía al
único que había en el lugar. Guardaba grandes recuerdos del mismo y sobre todo
de Sor Adoración que era muy recta en las cosas del saber y muy dulce en el
trato. Nunca entendió eso de que “la letra con sangre entra” porque ella
pensaba que en la confianza y de encender en el alumno la lámpara por el
conocimiento no hacía falta derramar sangre pues ya era mucha la que había
absorbido la tierra con tantas guerras y batallas.
En el pueblo
se conocían todos y a su vez eran todos como una pequeña-gran Familia donde las
tristezas y las alegrías se compartían. Sí, Ernestina aprendió a compartir
desde antes de nacer pues en casa sus padres nunca tuvieron nada suyo y los
vecinos del pueblo se entregaban a esa preciosa misión de ayudarse unos a
otros. Allí cuando se tenía se compartía con todos y cuando no se tenía todos compartían
contigo.
Por aquél
entonces en la parte más alta y también más despoblada estaba el pequeño
Cuartel de la Guardia Civil y junto a él la Casa.
El Cabo Mesa
tenía a su cargo a tres agentes más: Luciano, Vicente y Juan que todos conocían
como el recién llegado y que no tendría más de 22 años.
Era
costumbre en casa de Ernestina ir todos los domingos a Misa. Era normal ver al
Padre Don Marcelo con su rotunda voz se dirigía a sus fieles desde el púlpito.
Allí conoció a Juan, el joven y apuesto Guardia Civil, que se solía sentar en
el último banco, como si no quisiera molestar, y arrodillarse frente al Señor
con su verde uniforme. Siempre fue Juan un hombre de fe que no le faltó ni
siquiera en los peores momentos.
Como el Cabo
Mesa era muy amigo de mi padre cuando se lo encontró nada más salir de Misa le
dijo que le esperaban en el bar de Fulgencio para tomar unos vinos. Le dijo que
hoy le acompañaría Juan que acababa de llegar de la capital y que estaba más
perdido pues no conocía apenas a nadie.
Don Rufo,
que así se llamaba el padre de Ernestina, llegó a casa cinco minutos antes de
almorzar respetando esa vieja tradición que desde siempre le había inculcado
Flor su amada esposa.
¡Hoy he
conocido a Juan! ¡Qué chico más educado y cortés! Es Guardia Civil y viene de
la Capital de una familia de honorables miembros de tan Benemérita Institución,
decía.
El domingo
que viene lo voy a invitar a venir a casa para que almuerce con nosotros.
¡Veréis que además de educado tiene una gran conversación!
Los días la
siguiente semana pasaron al igual que las anteriores pues la vida en el pueblo
y la vida de la familia seguía los senderos preestablecidos.
Llegó un
nuevo sábado y el domingo como siempre fueron a Misa a que Don Marcelo les
recordara lo pecadores que eran y que menos mal que está Jesús para salvarnos.
Era el Cura
un hombre que siempre parecía malhumorado pero que tenía un corazón de oro y si
no que le preguntaran a todos cuantos pasaban hambre y sed de las de verdad y
de la otra, de la espiritual, ni te cuento.
Cuando vino
al pueblo hace más de 35 años ningún hombre entraba por la Iglesia y mujeres
pocas a decir verdad. Después de ejercer como párroco, como cura, como
confidente, amigo podía presumir con ojos llenos de emoción de un templo lleno
todos los domingo con casi todas las mujeres y todos los niños del pueblo y
cada vez más hombres que iban a ver a Dios y a Don Marcelo para darle las
gracias de tanto.
Ernestina,
su madres y hermanas se fueron a su casa poco después de acabar con la Misa y
Don Rufo se marchó como era habitual en él a Casa Fulgencio pues las costumbres
no hay que perderlas nunca aunque hubieran invitados.
Cinco
minutos antes de comenzar el almuerzo que primorosamente habían preparado Flor
y sus hijas llegó con Juan, el nuevo y apuesto Guardia Civil.
Ernestina
recuerda ese almuerzo como el mejor de su vida pues nada más verlo le retumbó
el corazón para siempre. Él parecía corresponderla pues a cada gesto le sonreía
con la mirada. ¡Fue un flechazo en toda regla!
Cuando
marchó de casa de Don Rufo, bien pasada la tarde, Juan sabía que se había
enamorado y que sus pretensiones no eran volver a la Capital y ascender sino
quedarse en ese bendito pueblo que lo había acogido con los brazos abiertos y
ser Feliz.
Se miraban,
se saludaban tímidamente al salir de Misa o hablaban animadamente cada vez que
su padre lo invitaba para almorzar cosa que pasaban casi todos los domingos que
no estuviera de servicio.
Un día Juan
cogiendo ese valor que se tiene una sola vez en la vida se acercó para decirle
que la quería, que estaba plenamente enamorado de ella, que Dios se le había
aparecido cuando la vio por vez primera.
A Ernestina
se le subieron dos chapetas entre la emoción y la vergüenza propia y le dijo
que ella sentía igual pero que tenía que hablar con su padre, Don Rufo, antes
de acercarse ni siquiera a cortejarla.
Juan, como
buen Guardia Civil, quedó una tarde de jueves mientras llovía a cántaros para
hablar de hombre a hombre del amor que sentía por Ernestina. Fue una
conversación que empezó entre caballeros y terminó de padre a hijo.
Más de siete
años estuvieron de novios mientras reunían su ajuar pues las cuatro paredes la
tenían en la Casa Cuartel.
Un día,
cuando quedaba menos de un año para casarse, llegó una carta de su padre que le
requería en casa pues tenía buenas nuevas para él.
Juan no le
había dicho nada de su novia pues conociendo a sus padres que eran personas
influyentes y llenas de un malsano clasismo podrían haber movido sus hilos para
que tuviera que abandonar el pueblo donde había encontrado la Felicidad.
Viajó toda
la noche para ver a sus padres y decirles que tenía novia y que pensaban
casarse en menos de once meses.
Su padre lo
recibió marcialmente sin un gesto de cariño y le comentó que había almorzado
con su amigo secretario del ministro y le había recomendado para la guardia y
custodia del ministerio con ascenso de categoría y de sueldo. Que empezaba el
mes que viene.
Juan, firme
ante su padre, le dijo: “Con el debido respeto señor, no he venido a verlo con
este fin que en otros tiempos hubieran causado en mi honda satisfacción sino
para comunicarle a usted y a madre que dentro de unos meses me caso con la
joven más guapa, más bonita y más buena que hay en el pueblo al que tenido el
honor de servir durante estos últimos años en los que usted ni se ha preocupado
por mí”.
No estaba
preparado Don Ricardo para esta contestación pues hasta perdió su pose
autoritaria y tuvo que sentarse en el sillón de la biblioteca familiar.
“¿No estará
embarazada?”
“No, señor.
Nos casamos por Amor y no por obligación impuesta”.
“¿Entonces
rechazas la oferta del secretario del ministro y una mejora en tu vida por
casarte con una pueblerina?”.
“No, padre,
rechazo la oferta que entre usted y el Sr. Secretario han urdido a mis espaldas
por Amor”.
Don Ricardo
tronó cuando le dijo que no había más que hablar, que se fuera de su casa, que
ya no era bien recibido aunque Juan pensó que en verdad nunca lo fue ni le
hicieron sentir en casa, y que por él se pudriría en ese maldito pueblo junto a
su amada esposa y los hijos que tuvieran.
Juan volvió
al pueblo y aunque estaba algo triste tenía una sensación de descanso, de
libertad, pues por segunda vez en su vida había elegido él y no su padre. La
primera fue hacerse Guardia Civil.
La boda se
adelantó porque Don Rufo así lo dispuso pues no había razón alguna de que
esperaran a no sé qué.
Los casó Don
Marcelo que ese día no les echó la bronca sino que les habló del Amor, esa
clase de Amor que se habían demostrado Juan y Ernestina en todos estos años.
No faltó
nadie del pueblo y después lo celebraron en Casa Fulgencio que ese día puso
todo lo bueno que tenía guardado en el almacén porque esperaba siempre una
ocasión mejor y esta había llegado.
Ernestina
sentadita en su vieja mecedora recuerda como se quisieron hasta morir, los
cuatros hijos con los que Dios los bendijo, el ascenso a Cabo y después a
Sargento de Juan que terminó su carrera en la Guardia Civil como el Comandante
de Puesto con más de 8 hombres a su cargo.
Recuerda el
cariño, la gratitud y el amable respeto que todos les tenían y hasta
Andrecillo, que robaba gallinas para luego venderlas, lo quería un montón
porque siempre fue bueno con él. En verdad Juan con el pasar de los años se
convirtió en el padre de todo el pueblo pues a él iban a ver para que les
solucionara tal o cual problema, le escribieran cartas, lo acompañaran al
banco...
¡Hace más de
10 años que murió y cuanto lo echa de menos!
Hoy se ha
puesto a mirar el ventanal donde se ve anochecer de una forma diferente cada
día y ha recordado su vida que fue Feliz y llena de plenitud gracias a todo un
caballero, todo un Guardia Civil, que inculcó a sus hijos los valores de tan
Benemérita Institución, y que prefirió el Amor que es lo que permanece a altos
honores y cargos que cuando acaban se diluyen y terminan por desaparecer.
“¿Abuelita,
por qué lloras?”, le dice su nieta Margarita mirándola a los ojos.
“Porque
cuando el río suena, agua lleva y mi vida lleva ya mucha agua tesoro”.
Jesús
Rodríguez Arias
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