La recuerdo
como esa imagen invariable de mi niñez. No, no me pidáis que le ponga fecha al
propio tiempo que pasa y que no entiende de meses, días, horas o años.
La recuerdo
asomada en su ventanuco, siempre sonriente, con una mirada clara y transparente
que parecía mirar todo en todo momento.
Sí, la
recuerdo con su vestido blanco. ¿O era de flores? Seguramente era blanco con
flores aunque la verdadera flor era ella pues todos la querían y es que se daba
a querer.
Enriqueta se
llamaba y ni sé la edad que tendría pues cuando se es niño eso de calcular los
años no es de mucha fiabilidad. Podría decir que no tenía edad, aunque sea una
exageración, pues según quién la veía como una joven, una chica, una mujer
aunque nunca una anciana. No, Enriqueta no era mayor como la abuela Jacinta que
sentadita en su mecedora contaba los días hora por hora.
Algunas
veces le preguntaba a mi padre por ella y él serio, con su impoluto uniforme,
me decía con voz emocionada: ¡Es un ángel de Dios! Mi madre me decía lo mismo mientras trasteaba
en la cocina o limpiaba esas vasijas de cobre que de tanto limpiarlas parecían oro bendito.
Mis hermanos
mayores ya andaban con “sus cosas” y después del colegio se iban a jugar el
enésimo partido de fútbol con esa pelota demasiado vieja que todavía botaba y
era capaz de colarse por toda la escuadra. Al final de la tarde cuando llegaban
a la Casa venían siempre contentos con algún rasguño aquí o allá mientras mi
madre les decía exasperada: “¿No habéis hecho los deberes todavía?” Nunca dijo
que no sacaría provecho de ellos aunque alguna vez lo pensara.
Yo, solía
quedar con Julio y Antonio, los hijos del inseparable compañero de mi padre,
para jugar a las chapas o a las canicas aunque al final siempre acabábamos
hablando de lo mismo: De lo que nos gustaría parecernos a nuestros padres y un
día poder llevar como solo ellos eran capaces de llevarlo ese verde uniforme de
la Guardia Civil.
Mientras jugábamos
o desfilábamos como lo habíamos visto hacer a nuestros padres siempre me
encontraba con la mirada dulce y callada de Enriqueta que seguía asomada en el
ventanuco en una espera que se hacía eterna.
Los días
pasaban e íbamos creciendo, o al menos eso pensábamos, heredando el vestuario
de nuestros hermanos mayores que llegaban un poco más destrozados de la cuenta.
Demasiado uso, demasiadas veces.
Un día, de
esos menos pensado, vi que el ventanuco estaba vacío y que Enriqueta no estaba
en él. Me preocupé porque no ver su figura con esa mirada perdida en ese
horizonte que nunca podemos llegar aunque sin perder hilo de todo lo que pasaba
y esa sonrisa tan dulce resultaba extraño, demasiado extraño.
Los días
pasaban en casa sin parar mi padre con su compañero y amigo del alma Damián de
servicio, mi madre trasteando en la cocina o enluciendo cualquier cacharro de
bronce que se le pusiera a mano, mis hermanos que ya jugaban menos al fútbol y
tonteaban con esas chiquillas de las que se decían perdidamente enamorados y yo
con mis amigos Julio y Antonio jugando a la pelota que también habíamos
heredado de nuestros mayores.
Cuando el
cielo es negro porque ha llegado la noche y solo las débiles lucecillas que hay
en la plaza iluminan la silueta de los gatos volvimos a ver a Enriqueta asomada
en su ventanuco, estaba algo desmejorada aunque la misma sonrisa angelical de
siempre.
Un día
estando en la Iglesia en catequesis y aprovechando que el Padre Don Eulogio,
hombre bueno que no tenía nunca nada suyo y que hasta la sotana la tenía
gastada de tanto remendar, se había marchado a toda prisa pues la madre de Doña
Juana dicen que había empeorado le preguntó a Mariana, que era la mujer de
Nicanor, el Sacristán, si conocía a Enriqueta.
Ella se le
anegarón los ojos en lágrimas y me contó que se casó joven con un chico apuesto
y bien plantado que llevaba el verde uniforme que ni un actor de esos que salen
en los cines de la capital. Eran un matrimonio lleno de felicidad con las
esperanzas aún por cumplir cuando llegaron al pueblo y se instalaron en la
Casa.
La Felicidad
reinaba al verlos con solo mirar sus ojos.
Ella,
Enriqueta, cada vez que Marcial se iba de mañana de servicio lo despedía en el
viejo y pequeño ventanuco fuese a la hora que fuese. Así un día tras otro...
Pero un día
pasó lo que no tendría que haber pasado. Marcial marchó para llevar a cabo su
servicio como Guardia Civil mientras Enriqueta lo despedía como cada vez desde
el ventanuco.
Él iba
siempre junto a Calixto, el hijo de Ambrosio que era el antiguo sargento del
puesto, cuando se encontraron que estaban asaltando a un ganadero. Fueron a poner
paz y orden, fueron a salvar al pobre hombre que los maleantes estaban
destrozando a golpes, fueron porque como servidores de España cuidan a todos a
costa de lo haga falta. En la trifulca Calixto recibió muchos palos aunque
antes de reducirlos no pudo hacer nada: La escopeta de unos de los maleantes se
disparó atravesando el pecho de Marcial. Murió en el acto, murió en acto de
servicio, murió dejando una vida con casi todo por hacer, murió dejando a
Enriqueta sola y viuda.
Fueron días
muy tristes los que se vivieron aquí, Don Eulogio todavía los recuerda con
mucha amargura, pues cuando a Enriqueta le dieron la fatídica noticia cayó
enferma. Enfermó de tristeza, de dolor y de Amor.
A Marcial le
impusieron la medalla al mérito con distintivo rojo como la sangre que manchaba
su verde uniforme y a Enriqueta le permitieron quedarse en la casa del
ventanuco a perpetuidad.
Cuando se
“recuperó” Don Ambrosio, nuestro médico, le dijo a D. Eulogio y a D. Alvaro, el
alcalde, que parecía que la mente de Enriqueta había borrado todo cuanto
tuviera relación con la muerte de su marido porque no quería afrontar la
realidad o simplemente como un mecanismo de defensa.
Desde
entonces Enriqueta está siempre asomada a su ventanuco esperando la vuelta de
Marcial.
Y desde
entonces cada vez que recuerdo los olores, sonidos, imágenes de mi Casa, la
mirada de mis propios pensamientos se pierden en la figura de Enriqueta que
sigue mirando a ese horizonte que supe que tenía nombre y que se llamaba
Marcial.
Jesús
Rodríguez Arias