Se había acostumbrado a verlo
llegar a casa que en verdad era su ilusión de cada día. María se había criado
en una familia donde su padre también era recibido con júbilo cuando retornaba
y así toda la vida.
Había nacido en una vieja casa
donde no había muchas comodidades pero si notaba el calor del afecto y del
cariño. Lo que son las cosas no recuerda haber cambiado nunca de lugar pues su
padre ya no caminaba como antes por esos mundos de Dios. Se había instalado y
había decidido incluso no ascender por mor de dar a su mujer e hijos esa
estabilidad que nunca conocieron todos menos María que al ser la benjamina se
libró de hacer cada cierto tiempo las maletas.
María veía a su madre trajinar
en la casa, ayudar a las vecinas, colaborar con el pueblo. Sí, su madre era un
poco la madre de todos, la hija de algunos, la amiga que todos querrían tener.
Ella junto a sus cinco
hermanos creció en un hogar lleno de amor, respeto y valores. Ella como sus
cinco hermanos estudiaron en la escuela con la Señorita Águeda que estaba
dedicada en cuerpo, alma y sabiduría a sus alumnos, el colegio y la catequesis
que daba en la Iglesia todas las tardes de los viernes.
La Señorita Águeda estaba
soltera y según decía una vez fue novia y se comprometió de un guapo joven que
murió en un accidente mientras socorría a una familia que se había perdido en
el monte.
La Señorita Águeda enterró el
amor y su vida en aquel nicho al cual le da el sol siempre.
María como sus cinco hermanos
fueron creciendo y cada cual iba posicionándose en la vida. Alfonso, el mayor,
empezó a trabajar pronto junto a Nicanor en el campo, Anastasio, enseguida
sintió la vocación y se fue al seminario siendo joven, Margarita, siempre se le
dio bien eso de enseñar y marchó fuera para ser maestra como la Señorita Águeda,
Andrés, quiso ser lo que había sido desde siempre padre y María, se enamoró
joven de un apuesto galán con el que lleva ya casada más de 50 años.
Julián llegó al pueblo recién
cumplido los veinte y se puede decir que se enamoró de María desde el primer
momento en el que se vieron. Se lo presentó su padre de forma muy marcial y
rigurosa como a él gustaba hacer las cosas.
El noviazgo fue como todos los
de la época: Largo, demasiado cuando hay tanto amor por medio. A los 7 años se
desposaron delante de la Inmaculada que presidía el antiguo y deteriorado altar
mayor. Su padre llevó a María del brazo henchido de orgullo y verdadera emoción
mientras su madre estaba pendiente del velo del traje de la niña que había
cosido con sus propias manos.
Julián del brazo de su Tía
Encarnación pues su madre murió cuando era apenas un niño.
La luna de miel fue el viaje
que hicieron Julián y María con destino a su nuevo servicio, un lugar cercano a
la costa en la otra punta de España.
Julián llegaba como suboficial
para hacerse cargo de un puesto muy peliagudo que supo llevar con valor y mucha
profesionalidad.
Julián y María pasaron allí
los mejores años de su vida, tuvieron tres hijos que eran tres angelitos muy
traviesos pues decían se parecía a su padre que siempre ha sido muy jovial.
Cada año en sus vacaciones
visitaban a sus padres en el pequeño y antiguo pueblo de la montaña hasta que
pasado el tiempo murieron por ancianidad.
Ellos se instalaron en ese
lugar costero situado al sur de España donde de siempre fueron felices. Según
decían se había convertido en el lugar de sus vidas. Sus tres pequeños
crecieron y se hicieron hombres hechos y derechos. Dos estudiaron para médico y
químico y el tercero, el que más se parecía a Julián y que llevaba por nombre
Alejandro siguió los pasos de su padre Julián y de su abuelo de la montaña.
Ya hace tanto que se jubiló
que ni se acuerda la última vez que lo vio tan recto, tan marcial, tan guapa,
pensaba ensimismada en Julián la buena de María. Ella no había sacrificado
nada, no había querido estudiar una carrera por decisión propia porque su
vocación era lo que había sido antes su madre: Esposa y madre de un Guardia
Civil.
Julián que estaba sentado en
su sillón preferido donde podía divisar la inmensidad de la mar la cual había
patrullado tantas veces sonreía para sus adentros mientras miraba con gratitud
a su mujer, a María. ¡Nada hubiera sido si no hubiera estado ella!
María había sido, lo es al día
de hoy, sus pies y manos, ha ejercido de padre y madre cuando él estaba de
servicio, la que ha transmitido a sus hijos unos valores, unas creencias, una
Fe y un Amor insondable hacia el Cuerpo que había sido su vida.
María se había entregado como
mujer, como madre, como la mejor amiga, la inseparable compañera, la que más le
animó para que siguiera estudiando, se formara, ascendiera…
María es quién más lo ha amado
y a quién él ama de veras y aun teniendo más de ochenta años no se cansa ni un
instante de verla, al amor de su vida, a la madre que se entrega, la que tiene
el corazón verde Esperanza y Guardia Civil, la inseparable compañera…
Mientras María sigue
trajinando porque hoy vienen los nietos a casa y se afana primorosa en preparar
la merienda.
Este escrito está dedicado a
todas las mujeres de nuestros Guardias Civiles porque sin ellas nada sería
igual, porque ellas son el corazón hecho hogar. ¡¡Gracias por cuanto hacéis a
diario!
Jesús Rodríguez Arias
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