Don Cayo siempre hablaba cada
vez que podía pues no era raro el verlo recostado en el soportal por la dichosa
apnea que sufría desde que estuviera de grumete en el viejo barco de papel.
Don Cayo siempre fue un hombre
pulcro y por tanto no se le adivinaba la edad. Casose con moza vieja que
feneció hace lustros víctima de una recaída por el Monte del Pico Chato. Se
quedó viudo, sin hijos y con la herencia marital que suponía una millonada de
las de antes y también de ahora.
Don Cayo se refinó según iban
pasando el tiempo y de no gustarle nada empezó a frecuentar teatros de
importancia convirtiéndose en el referente cultural de la época. Era invitado a
toda tertulia que quisiera ser algo para que introdujera el tema a debatir
siendo su especialidad la “honorabilidad del cornudo y su implicación en el
desarrollo de las larvas marinas”. Este tema fue tan aplaudido que hasta en la
Francia instruyera.
Mis queridos coetáneos:
He sido amablemente, pistola
al cuello, invitado a participar en este congreso de embestidores natos. Hoy
tocaremos cuernos, tamaños y pareceres…
Sombrero alto para cuernos
chicos, turbantes de majarajá para los cuerpos tamaño regular, recogimiento en
casa propia cuando los cuernos son otra cosa.
Con esta explicación tan
ilustrativa terminaba la charla y todos se iban al palacete de Don Emeberto de
Testuz Alta para comer apaciblemente rabo de toro aunque fuera de cordero
lechal.
Esta vida de ensueño que
llevaba Don Cayo no fue así siempre pues tuvo la desgracia de educarse en el
patio de al lado del colegio de los imberbes donde todo era considerado
“pelillos a la mar”.
Sus padres fueron muy austeros
y gracias a ello pudo crecer en la churrería del primo Solondro, el único de
los grandes y gordos por eso fueron prohibidos por la sociedad canina con
delgada extrañeza.
De tanto hacer churros no le
salieron vellos en la zona axilar hasta la indecorosa edad de los y tantos cosa
que le produjo gran deterioro en sus relaciones con otros géneros.
Todo este deterioro
sentimental le produjo grandes contracciones de espíritu que lo dejó desfondado
mucho antes de que conociera a Impoluta, viuda de un contrabajo del
almirantazgo, que rozaba la edad de perder el ligero movimiento de las corvas.
Impoluta se casó con Cayo y se Cayó de lo alto de una montaña cuando buscaba
caballitos de mar.
Ahora Don Cayo se había
alquilado un título nobiliario que lo compartía con un pintor de brocha gorda y
gusto borde. Marqués de Las Polainas de Arriba ponía el desplegable que usaba
como tarjeta de visita a grandes y holgados comedores.
Don Cayo siempre fue de nervio
caliente y por eso se le atribuyen muchos amoríos tanto dentro como fuera del
sótano aunque el romance más comentado fue con Natacha de Hijadrov, antigua
bailarina del Teatro Ruso “Ensaladilla Encarnada” donde interpretaba a una
gacelilla que voleteaba por aquí y por allá.
Fueron portadas de varias
revistas dedicadas al corazón y a otras cosas. Ella que con los años se había
convertido en una danzarina muy modosa sabiendo que Don Cayo aparentaba una
cosa y era lo contrario nunca le dejó besar la peluca de su tía-abuela Zarina
Papotov.
Pero Don Cayo ocultaba que
también le gustaban los querubines con pelo en pecho y es que sus padres le dieron
una educación donde todo se cogía con las manos.
Don Cayo bebía los vientos de
Mochuelos el Picapedrero que tenía unos músculos enormes y un pequeño cuerpo.
Él se pensaba que todos los “brazos” serían igual y soñaba el día que pasara
por la piedra tal especimen.
Un día visitaron a Don Cayo
dos chicos que se decían liberados, él se creyó que eran mormones, pero en
verdad eran dos degenerados pues querían hablarle de la diversidad sexual. Una
chica feminista que parecía un zagal, por lo del bigote, y un chico más delicado
que una hoja de afeitar le dijeron que Don Cayo tenía pinta de bi. Nuestro
protagonista demudó por entero y los echó sin contemplaciones al zaguán de la
esquina.
¿Bi? ¿Bi? ¿Yo?
¿Eso que será?
Un día en la tertulia de Don
Hipo había un destacado sicólogo especializado en sexología y sin querer
mientras se llevaba un vaso de licor de brevas al óculo le dijo que se
consideraba “bi”.
Rigomerio de Himen Fruncido lo
miró con cierto interés y le contestó que eso era lo más normal del mundo, que
el ser hetero era algo antiguo y muy propio del heteropatriarcado, que dícese
del que le gusta el jamón y el pescao, las almejas y el rabo, de toro se
sobreentiende…
Don Cayo lo miró sin saber
donde posar la mirada pues Rigomerio le guiñaba el ojo mientras escupía el
hueso de una lechuga.
Yo, dijo sin venir a cuento,
querido Cayo soy Queerr y tú por la forma que miras la entrepierna de ese
cordero que nos vamos a zampar creo que eres bi. Mira Don Eufotón de siempre ha
sido otra cosa y ese pobre hombre, el veterinario, es un triste hetero.
Don Cayo lo miró y cayó en la
cuenta que su mundo era como una vagoneta donde hoy está aquí y mañana está
allá mientras se entretienen en sus circunloquios llueves fotografía de los de
“EGOS DE SOCIEDAD”.
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