¿Quién dice que un niño no
escucha cuando está dentro del vientre de su madre? ¡Claro que lo hace! Y él lo
sabía muy bien.
Sabía que tenía dos hermanitos
más y que eran traviesos hasta decir basta. Su abuela Angustias, a la que
reconocía porque la hablaba entre susurros, le decía que ojalá Pascualín fuese
más bueno porque si no estábamos aviados.
Sabía que abuelita estaba sola
porque abuelo José murió una noche de fiebres malas, de eso hace muchos años
ya, y que le hubiera encantado conocerte pequeñito mío.
Sabía que mi madre Salud se
emocionaba mucho con estas cosas porque lo sentía, en su respiración, en todo.
Cuando se está en el vientre vives la vida de otro modo, en un submundo que
nadie ha logrado nunca llegar a adivinar.
Sabía que mi padre se dedicaba
al campo y que estaba fuera de sol a sol y que cuando llegaba intentaba jugar
algo con mis hermanos, estar con su mujer y tocarme por medio de la barriguita
de mamá.
Sabía que mi padre no era
creyente pues cuando abuelita o mamá le hablaban de echarme las aguas cambiaba
de tema y decía que eso si que no. Notaba la preocupación de mi mamá y abuelita
porque ella querían inculcar el camino de la Fe en Cristo a su pequeño
Pascualín. Fe que ha hecho a esta familia encarar la vida de otra forma y de
comprender mejor lo que significaba algo que llamaban Amor que no sabía lo que
era pero tenía que ser algo muy grande.
Abuelita me decía que no me
preocupara que al final papá es el primero que va a rezar al crucificado que
preside la vieja y destartalada Iglesia y que ella misma lo ha visto llorar
como tan solo hacen los hombres recios y fuertes. Que decía no creía porque su
padre quemó dos conventos que es cosa que su papá nunca entendió que para
defender sus ideas hubiera que asesinar las contrarias. ¡Así nos ha ido a
España, maldita sea!
Mamá se le notaba muy cansada,
casi no se levantaba de la cama o de la silla, ya no se escuchaba trastear en
la cocina o echar esas horillas en casa de Doña Socorro que es la viuda del
antiguo farmacéutico que ya dicen roza los 90.
Es que hija ya te quedan
apenas tres semanas para que Pascualín vea la luz y conozca este mundo que
hemos hecho para él.
Yo me decía: ¿Será mejor o
peor que este? ¡No podía saberlo pero me gustaba imaginarlo!
Mis hermanos Gregorio y
Dionisio se acercaban a mí cuando mamá dormía y me decían que seguro que era
pecoso como la prima Brígida, que cuando saliera tendría que saber que ellos
eran los que mandaban, que no me acostumbrara a los besito y mimos pues ellos
le mostrarían la verdad de la vida y después de esta serie de advertencias me
decían cada uno con voz muy débil: ¡Te queremos mucho hermanito!
Ese día noté a mamá muy
nerviosa y más cansada que de costumbre…
Escuché a abuelita decir que
ya la niña ha roto aguas y que estaban esperando a Tecla, la matrona pero que
creía que el niño no venía bien, que necesitaban llevarla a la Casa de Socorro.
Mi padre más nervioso que mi madre y que mi abuela llamó a Práxedes que según
comentó era el único que podía ayudarlo pues tenía un coche con sirena y todo.
Escuché llegar el coche,
voces, coger a mi madre entre algunos y llevarla despacito hacia ese lugar que
decía era un auto y que nos llevaría a la Casa de Socorro donde estaba Don
Julián el médico que era una verdadera eminencia y más en estos casos pues no
era ni el primer niño ni la primera madre que salvaba de un mal parto.
Práxedes conducía con sirena
puesta y junto a él, por lo que decían, estaba Rafa, que era su compañero de
trabajo, y que había tenido según abuelita 11 niños ya y algunos incluso los
trajo él al mundo. No sé si era médico o trabajaba en el campo como papá pero
lo único que podía saber es que iba al lado de Práxedes que debía conducir muy
ligero pues mamá se movía mucho y yo con ella.
En un momento mi madre dio un
desgarrador grito y el coche se paró…
Rafa dijo que él se
encargaría, que tenía experiencia, y que fuera lo que Dios quiera.
Oí a papá decir: ¡Lo que Dios
quiera…!
Y entonces sentí unas manos,
no sé si frías o no, pero sabía me estaban salvando pues notaba como el aire se
iba acabando.
¡Ya está la cabeza fuera! ¡Va
bien! ¡Empuja, no dejes de empujar!
Y entonces vi la luz del sol,
vi unas caras sonrientes, vi a mi abuelita que tenía preparada unos paños, vi a
papá llorando mirando al Cielo, vi a Rafa que me tenía cogidito en sus brazos,
vi a Práxedes orgulloso de verdad. Los dos iban vestidos de verde, los dos
llevaban un sombrero muy brillante, los dos eran mis ángeles de la guarda que
había bajado del mismo Cielo que miraba papá mientras lloraba como lo hacen los
hombres fuertes y recios.
Sentí, vi, olí a mamá que
lloraba de alegría con esa Alegría que dar el Amor más grande jamás conocido.
Con el tiempo supe que tanto
Práxedes como Rafa eran Guardias Civiles, los dos fueron mis padrinos cuando me
bautizaron.
Han pasado ya algunos años y
aunque vivo con una familia a la que quiero y me quiere siempre estaré
agradecido a Dios pues quiso que yo tuviera dos ángeles de la guarda vestidos
de verde, a Rafa y Práxedes, que fueron los que me trajeron a este mundo, me
acunaron en sus brazos y taparon con su capa, con esas capas que veía cada
mañana cuando los dos caminaban por los caminos donde prestaban su servicio
como guardias civiles que son.
¿Quién ha dicho que los
ángeles de la guarda no existen? ¡Pues yo tengo dos!
Jesús Rodríguez Arias
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