Desde hace ya mucho tiempo siempre se puede observar la misma historia donde dos ancianos sentados una frente al otro conversan de sus vidas mientras ella le coge la mano a él.
Encarnación de siempre fue una
mujer guapa, de delicado aspecto, y una fuerza casi sobrenatural mientras
Idelfonso que ha sido muy serio en todos los aspectos de su vida tenía una
sonrisa de oreja a oreja cada vez que con ella estaba.
Se conocieron cuando eran unos
chiquillos, se hicieron novios de los de antes y hasta que él no obtuvo empleo
no pasaron por el altar.
La familia de Encarnación se
encargaba del negocio que ofrecía todo lo que buscabas y la de Idelfonso
ejercían una profesión que ha pasado de abuelos a padres y de padres a hijos…
Se conocieron hace más de 65
años cuando salían de la pequeña y vetusta Iglesia después de la Misa de las
doce del mediodía. Era un domingo radiante aunque fresco pues todos llevaban
bien pertrechadas las pellizas y los sombreros, gorras o boinas.
Coincidían en la plaza cuando
cada uno jugaba con sus amigos, cuando Ildefonso iba a la tienda a comprar hilo
o botones pues su madre tenía que hacer algún que otro remiendo a los destartalados
y viejos uniformes de su padre. Eran demasiadas horas al raso y la tela se
pasaba por muy buen paño que fuera.
Allí, Encarnación le sonreía
mientras envolvía los botones e Ildefonso sonreía desde el mismo corazón.
Con el pasar de los años y
mientras iban creciendo se acabó ese tonteo y se hicieron novios, que fue el
día más feliz de sus vidas. Ya podía acompañarla hasta la puerta de su casa e
incluso cuando la cosa fue a más se pudo sentar a la mesa de Don Constancio y
Doña Elvira que eran los abnegados padres de Encarnación.
Luego Ildefonso tuvo que pasar
un tiempo, unos años, fuera pues estaba estudiando en la Capital ya que él
también quería seguir con la tradición familiar. En este empleo no se ganaba
mucho, más bien se pasaban demasiadas penurias, pero la recompensa era muy
grande.
Estudió mucho y estudió bien y
gracias a la recomendación de su padrino Demetrio, que casi le echó las aguas y
lo ha ido guiando junto a sus padres por ese camino verde que es la misma vida,
obtuvo empleo y plaza de oficial.
Volvió al poco de salir al
pueblo para hacerse cargo de las dependencias que estaban bajo su
responsabilidad. Su padre ese mismo año se había jubilado y junto a su madre se
habían ido a vivir al campo donde trabajando el terruño o criando a las
gallinas se les podía ver tan felices.
Se instaló en su casa de toda
la vida y se sentó tras la mesa que durante más de treinta años ha ocupado su
padre al cual solo ha dejado una vieja foto de familia, gastada del mismo
tiempo, donde se ven a tres generaciones con el mismo color que no es el sepia
ni el blanco ni el negro.
A los pocos meses se casaban
Encarnación e Ildefonso en la vieja Iglesia donde hace ya más de 10 años se
conocieron al salir de Misa un precioso y luminoso domingo lleno de frescor.
Su vida fue la que fue donde
prevaleció las luces a las sombras pues por muy mal que pintara todo el Amor
tan grande que se dispensaban Ildefonso y Encarnación lo envolvía todo.
Tuvieron tres niños y una niña
que crecieron donde ellos lo hicieron, compraron botones, bolindres o alguna
que otra peonza en la tienda de su abuelo Constancio que ahora llevaba su tío
Perico que hay que decir era más cariñoso que el viejo gruñón del tendero.
Ildefonso llevó una vida
profesional pletórica pues amaba lo que hacía ya que formaba parte de los genes
de su familia. Su padre hace algunos años murió tranquilo sentado frente a la
ventana mientras veía atardecer en el campo y su madre murió de sobredosis de
Amor hacia su marido pues no pudo aguantar su falta.
Esa clase de Amor era el que
se profesaban Encarnación e Ildefonso y el que transmitieron a sus hijos.
Ildefonso, el mayor, eligió
seguir los pasos de su padre, abuelo y bisabuelo mientras Faustino quiso
estudiar medicina y Demetrio estaba tocado para altos vuelos y se hizo piloto
pero no militar sino civil y ahora surca los cielos donde puede estar en Pekín
y mañana en Estambul.
Encarnita, la pequeña, que ya
era toda una mujer estudió derecho y se enamoró de Vicente, un comandante de la
Marina Mercante, que le entregó los mandos del navío de su corazón según le
decía una y otra vez mientras Ildefonso miraba a Encarnación y le decía: ¡Es
que tu yerno es un poco cursi! Y se reían los dos a pesar de llevar toda su
vida juntos se seguían riendo y amando como el primer día.
Cuando se jubiló llevaba ya
las tres estrellas de ocho puntas y aunque su intención era descansar y
dedicarse de una vez por todas a su mujer, sus hijos y los nietecillos que ya
alumbraban más si cabe su hogar desde el ministerio le ofrecieron el dirigir el
colegio de huérfanos y no pudo negarse aunque no trasladó su residencia sino
que viajaba a Madrid varios días al mes para tenerlo todo lo mejor controlado.
Un día, en una importante
reunión en la que asistió el Rey y todo, tuvo un lapsus de memoria, fueron unos
segundos angustiosos donde su mente se quedó literalmente en blanco y aunque se
recuperó sobre la marcha comprobó que empezaba a estar mal.
A los pocos meses pidió ser
relegado de sus funciones pues no se encontraba bien y fue sustituido por su
gran amigo de profesión, jubilado como él, Roberto.
Con los años todo fue a peor y
las pruebas médicas se iban sucediendo con cada vez menos espacio de tiempo.
Y ya desde hace algún tiempo
sin determinar se ve a Encarnación sentada frente a Ildefonso hablándoles de
sus cosas con la mano cogidita.
¿Te acuerdas cariño cuando
llegaste de la Academia al pueblo para hacerte cargo del viejo Cuartel? ¡Qué
bonita y sencilla nuestra boda! ¡Tú estabas tan guapo con tu uniforme verde!
¿Te acuerdas cuando íbamos al
campo de tus padres y te ponías a buscar los huevos entre los matorrales?
¡Qué Feliz he sido a tu lado
cariño mío! ¡Qué Feliz sigo siendo!
Todavía me acuerdo cuando te
jubilaste, tan firme, tan marcial, con tu tricornio que brillaba más que el sol,
con tus estrellas de Coronel y tantas medallas que te reconocían tantos
méritos…
Pero el mérito más grande, las
medallas más bonitas, es tener tanto Amor en ese pecho, tus medallas tus cuatro
hijos y los nietos. ¡Ay, amor mío que te quiero! ¡Qué orgullosa estoy de mi
marido! ¡Qué me honra ser mujer y madre de Guardia Civil!
Él la miraba con esa expresión
de alegría aunque sus ojos se veían tan ausentes, ya no le hablaba, solo perdía
su mirada en la de Encarnación y así horas y horas cogidos de la mano mientras
permanecían frente a frente.
Hoy ha venido su hija y le ha
dicho al oído que admira que todos los días, a la misma hora, esté junto a su
padre hablándoles, riéndose, amándole cuando el ya no sentía nada pues el
Alzheimer lo había devastado tanto que no era ni un reflejo de lo que fue.
Encarnación la miró con ojos
llenos de dulzura y le dijo que comprendía sus argumentos pero es que lo amaba
tanto, lo quería tanto, tenía esa sobredosis de Amor, que aunque no escuchara
ella le hablaba todos los días aunque cuando llegara a casa se pasara horas
llorando y sintiendo su ausencia pues hace más de dos años que está en un
centro especializado que lo están ayudando en esta avanzada fase donde se
coaligan tantas demencias.
No concibo mi vida sin estar
con él cada día a la misma hora, de sentir su piel cuando beso su cara o cojo
su mano que caliento con la mía.
Y le hablo, le cuento,
recordamos aunque solo lo haga yo porque él hace tiempo que su mente va por
libre y no puede expresar ni sus más hondos sentimientos, su mirada perdida sé
me mira y que sonríe para sus adentros.
Sí, él es la vida de mi vida,
mi marido, mi compañero, un Guardia Civil que tiene el verde Esperanza muy
adentro, con el que me casé al que amo con locura y que siento como él me sigue
queriendo…
¿No voy a venir todos los
días? ¿No voy a seguir viéndolo?
Mientras Encarnación se
dirigía a su hija apretaba la mano de Ildefonso, el viejo Guardia Civil, que
notó como una lágrima humedecía esos ojos de la mirada perdida que sienten, ven
y captan las imágenes de los más nobles sentimientos.
Sí, hoy, como cada día de cada
año, ha vuelto Encarnación y cogido a la mano de Ildefonso de su Amor,
vivencias, recuerdos…
Jesús Rodríguez Arias
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