Venía de una larga saga donde
todos los hijos varones primogénitos se llamaban Lucas. Todos los que así se
bautizaban parecían predestinado para seguir con esta vocación que ha pasado de
generación en generación en su propia familia.
Su despacho era antiguo y en
su biblioteca se apilaban los libros hasta no poder caber más. Su mujer Teresa
decía que era imposible limpiarlo con holgura pues cuando no estaba él
estudiando aquél tema que lo traía tan preocupado estaba siempre con alguien departiendo.
Lucas siempre ha sido un buen
hombre, generoso y todos sabían en la comarca que él no se haría nunca rico
pues casi no cobraba un céntimo por ejercer su labor.
Lucas era de esa estirpe de
hombres que prefieren servir a ser servidos, prefieren llevar la condecoración
del cariño de todos que sentarse en augustos sillones de afamadas academias. Él
pudiéndolo tener todo nunca ha tenido nada de nada al igual que su padre,
abuelo, bisabuelo…
Eso sí su nombre, sus
apellidos, su casa, era garantía para tantos que llegaban desahuciados en todos
sentidos. Era el último recurso, ese atisbo que se abre a la misma Esperanza.
Lucas ya lucía demasiadas
canas aunque mantenía esa hidalguía que tienen los caballeros de toda la vida.
Su chaqueta, su corbata, su camisa bien planchada, su pantalón y zapatos
relucientes adornaban ese caminar pausado, de los que se toman la vida según
viene y disfrutan de cada instante. Él sabe bien lo que es la enfermedad, el
dolor, el padecimiento, la preocupación…
Se le puede ver cada día,
tarde e incluso noche en su destartalado y viejo coche de arriba para abajo por
el pueblo, por los caminos perdidos donde habitan tantos e incluso visitando de
vez en cuando ese monasterio donde se encuentra Madre Encarnación que ya va
para el siglo y se le nota.
Se le puede ver en la puerta
de su casa, con su bata blanca de pureza y pulcritud, su fonendo al cuello, sus
gafas y esa sonrisa que le es tan característica.
Buenas tardes, Eugenio. ¿Otra
vez por aquí?
Y es que Lucas es el médico del
pueblo…
Médico de los de generación en
generación, de los de vocación auténtica, de los que le gusta servir siempre
pues todos tienen derecho por lo menos a ser atendidos porque la salud no
debería entender de dineros, de clases, de comodidades…
Su padre le dejó su casa, ese
noble despacho, una inmensa biblioteca, el cariño y el respeto de todo el
pueblo y una cuenta corriente con número rojos pues como bien decía ser médico
en un pueblo es incompatible con tener dinero.
¿Porque como le vas a cobrar a
Salustiana que quedó viuda hace 25 años? ¿No tiene derecho el niño de Miguel a
que le curen ese mal resfriado? ¿O es que Don Ambrosio, que se muere poco a
poco, no se merece al menos que le mitiguen los dolores?
¿Qué no pueden pagarte? ¡Ya lo
cobrarás en el Cielo!
El código deontológico de su
Familia siempre ha sido: Servir, Curar y Amar.
- Pero padre con eso no se
vive…
- ¿Qué no se vive? En los años
que llevo como médico nunca me ha faltado un plato de comida pues dinero no
tienen pero se quitan de comer para que tu lo hagas.
Lucas fue a la facultad y
salió médico a la primera con inmejorables notas. Una prestigiosa clínica
internacional le estuvo tanteando pero tenía que marchar a Estados Unidos donde
seguro que ahora sería una eminencia y estaría cotizado al mil por cien.
Hasta la hija de uno de los
socios inversores quería salir con él pues lo veía como la continuidad al
proyecto empresarial en el que se había educado. La verdad es que Lucas en esos
años perdió la noción del tiempo y de sus raíces y fueron muy pocas la veces
las que se acercó a la casa familiar y al pueblo que por aquél entonces le
parecía decrépito.
Su madre Remedios le decía a
su padre: “Este niño lo hemos perdido”. “Seguro que es el fin de esta consulta,
pero esto dicen es el progreso”. Lucas, padre, la miraba con ojos llenos de
bondad y le decía que él tenía confianza en su hijo, que seguro que vuelve, que
por mucho oro que le puedan dar este no puede pagar la verdadera riqueza que es
el cariño aunque cuando se metía en su viejo despacho acariciaba esa imagen
policromada de San Lucas mientras le decía que se hiciera la voluntad de Dios
pero que él también estaba perdiendo la Esperanza.
Al final decidió irse a las
Américas y se instaló allí como un afamado y reconocido doctor cobrando tanto
que parecía más un magnate que un galeno.
Un día recibió una llamada, a
cobro revertido, era su madre que le decía que su padre había cogido unas
fiebres malas y se estaba muriendo, que volviera, que lo quería ver, abrazar…
Pero Lucas no dependía de él
sino de esa maldita agenda, esa secretaria, esa clínica, esa “novia”…
Intentó anular todo para ir
con su padre pero tardó más que lo deseable. Aparte estaba el viaje…
Cuando llegó a su casa no
había nadie en la consulta y paquita, la sexagenaria enfermera, lo miró con
inmensa tristeza. Subió y se encontró con su madre con los ojos hinchados a
base de llorar, se encontró la casa tan vacía que no la reconoció, se encontró
que la muerte había visitado aquella cercenando de ese abrazo, de esas últimas
palabras, que su padre quería darle.
¿La muerte? ¡No, él!
Y asumió con inmensa tristeza
que había cambiado su vida por una que ni le hacía feliz y menos libre.
Pensó que había derrochado el
mayor patrimonio de su familia: El ser médico de pueblo. Pensaba que nadie lo
miraría, que no le perdonaría que hubiera fallado así a su padre porque él
tampoco se lo perdonaba…
Y paseó por la ladera del
viejo puente mientras el río arrastraba con fuerza todo su caudal después de
las últimas lluvias. Lloró amargamente pues había abandonado su vida por el vil
metal, la fama, el prestigio y el solitario éxito.
Paseo su tristeza y su
desconsuelo pero se encontró a unos vecinos que lo querían desde siempre, que
no podían olvidar lo que su familia, su padre había hecho con cada uno de ellos
y hasta Don Ambrosio se había levantado de la silla para abrazarlo y
testimoniar su pesar por la muerte de su padre tan querido y tan bueno.
Decidió romper con ese
presente que no le gustaba para quedarse en su pueblo, en su casa, en ese viejo
y noble despacho con la mejor biblioteca que había conocido. Decidió ser médico
del pueblo, el octavo de su generación.
Se casó con Teresa, se
conocían y amaban de toda la vida, tuvo tres hijos y el primero se llama Lucas
que está terminando la carrera de medicina y ya le ha dicho que él cogerá el
testigo, que como aquí en ningún lado.
Su hijo Rafael, el segundo,
está estudiando para farmacéutico y ya le ha dicho Hilario que se venga para
ayudarlo a la Botica y María, la pequeña, que ya es una mujer tan bella como lo
fue su madre a su edad acaba de comprometerse con el hijo de Luciano que como
él es Guardia Civil…
Y es que Lucas es médico de
pueblo, el que recibe a todos por su nombre, el que camina con esa elegancia
natural que Dios le ha dado, el que cuando pasa por la puerta de la vieja
ermita se persigna, el que morirá pobre en dineros pero rico, inmensamente
rico, en Amor…
Jesús Rodríguez Arias
Jesús Rodríguez Arias