Don Ambrosio
se ha hecho viejo en el confesionario decían los feligreses del pueblo donde
había ejercido su ministerio durante toda su vida.
“¡En estos
tiempos donde todos creen en “todo” casi nadie se acerca a confesarse y no
porque no tengan pecados, no porque no crean, sino porque a pesar de los
pesares tienen temor de Dios!” Decía a Juan Diego, el sacristán.
Había
llegado incluso antes de ser ordenado sacerdote por el obispo de entonces.
Llegó como diácono aunque todos los confundían con el “monaguillo” cuando le
quedaban algún tiempo para ser cura.
Aprendió el
“oficio” del venerable Padre D. Evaristo el que era parróco del lugar desde antes
que el mismo pueblo existiera decían los parroquianos en forma de chanzas.
D. Evaristo
le decía a Ambrosio que la función de un cura es entregarse a los demás con el
objetivo de salvarlos. “Mira hijo, somos los Guardia Civiles de Dios pues los
ángeles de verde se entregan por todos y
nos salvan de todo mal. Igual nosotros pero en las cosas del espíritu”,
decía mientras se tomaba la copita del mediodía en el bar de la plaza que
regentaba desde siempre Sancho y que lo invitaba desde que su madre falleciera
en gracia de Dios.
D. Evaristo
nunca tuvo nada suyo, solo dos sotanas roídas por los años y por los ratones
que también habían en la vieja Iglesia. Siempre lo veías entre Misa y Misa
yendo a las casas para llegar la Comunión a los ancianos y enfermos, recogiendo
comida para entregársela a las familias necesitadas, algún donativo con los que
pagaría las medicinas o la luz de quienes tanto lo necesitan. ¡Tendría que
estar prohibido que nadie estuviera a solas, oscuras y sin comida! ¡Pueblo que abandona
a los suyos, pueblo que desaparece! Y él, como Don Ambrosio, eran los pastores
de ese bendito pueblo de Dios que le habían puesto en sus manos y no iban a
permitir que ninguno abandonara el redil sin haber luchado antes con el mismo
demonio por su alma.
Y se entregó
tanto cada día que se olvidó de vivir él y será por eso que nos duró hasta los
90 años al pie del cañón. En los últimos tiempos decía la Misa sentado porque
ni podía levantarse ya. Un frío día, un nevado día, murió en el confesionario.
Entre sus manos un rosario, una estampita de Santa Leocadia de la que era un
gran devoto, y la sonrisa de un niño chico. Murió D. Evaristo y heló el corazón
de todo un pueblo que sintió como una parte de él se resquebrajaba con la
ausencia de tan querido cura.
Ese fue el
testigo que cogió D. Ambrosio y bien sabe Dios que lo lleva a cabo cada día.
“¡Mantener
la “clientela”, refiriéndose a los feligreses, cuesta aunque más cuesta el que
vuelvan a casa cuando por culpa de unos y otros la han abandonado!”.
Es D.
Ambrosio un cura de gran espiritualidad, de espiritualidad de batalla, de
espiritualidad de confesionario, de espiritualidad eucarística, de
espiritualidad de casa en casa, de espiritualidad de calle arriba, calle
abajo...
Y por eso,
como siempre ha sido un “todoterreno” no le extrañó cuando le llamó el obispo
pues quería pedirle una cosita. Él amaba el pueblo y lo único que rezaba era
para que no lo cambiaran.
Don Celso,
que así se llamaba el obispo, lo sentó en el sofá donde recibía a las personas
de su confianza y le dijo que en el pueblo estaban todos muy contentos con él,
que se había mantenido la feligresía dejada por Don Evaristo, que no pensaba ni
por mucho menos cambiarlo pues decía, y no le faltaba razón, que cuando la cosa
funciona no hay que hacer experimentos.
Muchos eran
los jóvenes sacerdotes que querían un puesto en ciudades grandes e incluso en
la sede del obispado que le extrañaba como D. Ambrosio que ya iba caminando por
la madurez de su vida nunca le pidiera el cambio ni mayores responsabilidades
que la de ser párroco de su pequeño pueblo.
Cuando le
preguntaba siempre decía lo mismo: “¡Es que uno ha nacido para pastor señor
Obispo y no para otra cosa más!”. Ambos entendían que se había acabado la
conversación y también que dentro del ministerio hay muchos caminos y que él
eligió el de ser cura-párroco no más.
“Mire, Don
Ambrosio, me ha llamado el Coronel de la Guardia Civil para informarme que
según los nuevos planteamientos de la Dirección General van abrir un nuevo cuartel
en su pueblo y que con ese pequeño destacamento iba a venir un sacerdote
castrense y yo le dije que dedicara a ese joven cura a otros menesteres que
allí ya le teníamos a usted que conoce al pueblo y sus habitantes mejor que
ellos mismos”.
“¡Alabado
sea el Señor, Don Celso! Pero yo no me muevo de mi parroquia, ¿verdad?”
“Por
supuesto Don Ambrosio atenderá la vida espiritual del Cuartel de la Guardia
Civil pero no es necesario que viva allí aunque sería muy bienvenido”.
Y así es
como Don Ambrosio fue también el Cura de la Guardia Civil en el Cuartel del
pueblo. Pudo convivir con la ilusión, la angustia, los dolorosos recuerdos, la
entrega, el sacrificio, un amor a España y los españoles inaudito y admirable
al mismo tiempo y sobre todo experimentó otro tipo de esperanza, la que se
viste de verde y sale todos los días a defender a todos por igual, sin
distinción, un poco como él mismo.
Y ayudó con
sus propias manos a montar esa sencilla capilita que junto a los guardias
civiles y los vecinos del pueblos levantaron en menos que canta un gallo,
bendijo el humilde altar con un precioso crucificado, propiedad hasta entonces
de Doña Paquita la que daba clase en la escuela, y una Virgencita del Pilar que
donó en persona el Coronel.
Se inauguró
por todo lo alto ya que vino hasta el Arzobispo castrense y el ordinario junto
al Coronel y muchas autoridades civiles y militares. Después del acto Don Celso
inauguró el nuevo local para catequesis parroquial que habían ayudado a
construir los miembros del cuartel de la Guardia Civil.
Será por Don
Ambrosio o porque Dios así lo ha querido que la Guardia Civil se encuentra
extraordinariamente acogida en el pueblo y los vecinos amparados por la misma
formando todos una gran Familia donde todo es de todos hasta las alegrías y las
tristezas.
Alguna que
otra vez cogen a los pillastres de siempre en sus correrías pero os puedo decir
que la “sanción” que le pueden poner es siempre mucho menor que la penitencia
que le impone el cura del pueblo porque a nosotros nos podrás engañar, le dice
a cada uno de ellos, pero al Señor así como a vosotros mismos nunca.
Bueno era y
es Don Ambrosio...
Allá lo veo
metido en años con el ralo pelo blanco, enjuto como siempre, y con esa sotana
demasiado roída por el uso, las inclemencias, por los años y también por los
ratones que siguen habiendo en la vieja Iglesia como le pasaba a Don Evaristo
pues el escaso dinero que entraba era para cubrir mayores necesidades, la de su
pueblo, sus parroquianos, sus hijos en el amor a Dios.
Lo veo
cruzar el puesto de guardia dirección a la capilla que tiene Misa dentro de
media hora y le gusta ponerse a confesar un rato.
“A sus
órdenes Don Ambrosio. ¿Cómo está usted hoy?”
“Bien, hijo,
bien”. “Dando gracias a Dios por teneros”.
Jesús Rodríguez
Arias
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