Ya casi siempre está sentado en su sillón mirando
esa ventana suya de cada día en la que da lo mismo que el sol alumbre, esté
nublado o en oscuridad porque él la traspasa con miradas perdidas en sus
recuerdos.
Se conocieron hace tantos años que cuando lo recuerdan
reviven lo que les ha acontecido juntos donde el tiempo se para. Es verdad que
para una pareja, un matrimonio, con tantos años uno junto al otro el reloj se
detiene porque lo verdaderamente importante es estar juntos.
Ella era una chiquilla de 14 años y su padre,
Marcial, Guardia Civil con plaza en el Cuartel de un pueblo aragonés. Llevaban
allí ya muchos años y por tanto eran muy queridos, conocidos. Su madre Petra
era ese tipo de mujer que se dedicaba a todo el pueblo y lo mismo la veías
ayudando al Padre Félix en la preciosa y pequeña Iglesia aunque demasiada
maltrecha por los avatares del propio tiempo, de los conflictos y aunque
algunos de sus muros estuviera desvencijados servían de soportales de la fe de
tantos feligreses que amaban con más que devoción esa pequeña imagen de la
Virgen que a la sazón era Patrona del lugar.
Su padre, Marcial, era Cabo de la Guardia Civil.
Siempre lo recordaba erguido, con una sonrisa para todos, con bondad infinita,
con orgullo y un inmenso honor por poder portar ese impoluto uniforme verde con
algún que otro remiendo que su madre bien se afanaba en que no se notara en
demasía.
No entraba mucho dinero en casa para cubrir todas
las necesidades de los seis hijos del matrimonio: Marcial, Maximino, Petra,
Hilario, Cesáreo y Julita, la pequeña, que era el “ojito derecho” de su padre
Marcial.
No entraba mucho dinero y menos que se quedaba
pues ya se encargaba su madre el cubrir las necesidades de esos vecinos que no
tenían para nada. Es lo que tenía vivir en esos tiempos donde todos se ayudaban
unos a otros, donde todos eran una Familia, una comunidad, una Casa.
Julita iba creciendo y haciéndose una mocita en
medio de vivir en la pureza de un pueblo donde había nacido, donde sentía el
cariño que es mucho más que el respeto hacia su padre y toda su familia.
Lo conoció dando un paseo por la plazuela vieja,
que era la única que había aunque la llamaban de esta manera por puro
romanticismo, se miraron, saludaron con una leve inclinación de cabeza y su
padre D. Jullián le dijo: ¡Mira, aquí está Julita, la hija pequeña, de Marcial!
En ese mismo momento el tiempo se paró y supo que
aquel chico bien plantado y vestido con una raída chaqueta que no le quitaba un
ápice de elegancia sería el “hombre de su vida”. Y es que cuando dos corazones
se encuentran no hay nada más que decir.
Se volvieron a encontrar más veces siempre con un
amigo o amiga por medio actuando en modo de carabina y así iban pasando los
días y los años aunque estos se iban haciendo eternos pues aunque dijeran que
era “cosas de niños” ellos paseo a paseo, charla tras charla, sueños tras
sueños compartidos se iban enamorando.
Todavía recuerda cuando cumplió la mayoría de edad
y él con la hidalga figura que le ha acompañado siempre se plantó ante D.
Marcial, al que conocía de toda la vida, para pedir entablar relaciones de noviazgo
con su hija Julita solicitud que fue concedida de antemano porque no había cosa
que le alegrara más a sus padres que fuese él precisamente el novio de “su niña”.
También ingresó en la Benemérita Institución de la
Guardia Civil pues todos sabemos que esta es de generación en generación.
Todavía recuerda el sufrimiento de la primera separación pues fue destinado a
un pueblo al norte de Galicia donde pasaría nada más y nada menos que tres
años. Él volvía en algunos fines de semanas, algunas fiestas y en Navidad.
Noviazgo de cartas de ida y vuelta tal y como era lo más común del mundo por
aquellas fechas.
Y un noviazgo a base de cartas donde se juraban
amor eterno dio paso años después a una sencilla boda con el cura de siempre en
aquella ermita donde tantos se desposaron ante ese crucificado que los acogía
en sus brazos.
El siguiente destino sería un pueblo vasco de cuyo
nombre no se olvidará jamás pues ya por entonces se percibía cierto rencor
hacia la benemérita institución de sus vidas, luego Zaragoza, Madrid, Sevilla,
Granada, Cádiz hasta recalar en el último destino pedido por él mismo y que fue
el pequeño pueblo aragonés donde un día se conocieran y que escogió como final
de destino para instalar su casa.
Fruto de su amor dos hijas y un hijo. Las dos hace
tiempo que marcharon persiguiendo sus sueños y el menor se quedó en casa que
hizo suya convirtiéndola en su hogar. Se casó con Enriqueta la hija de la
antigua panadera y tienen tres niños y lo que son las cosas el más pequeño
también quiere ser Guardia Civil como lo es su padre, su abuelo, sus
bisabuelos.
Julita se ha pasado más de media vida junto a su
marido de sitio en sitio, de Cuartel a Cuartel, de lugar en lugar pero en el
trecho recorrido han construido una bella familia a las que le ha inculcado los
valores de la misma, que aquí no hay nadie más que nadie, que todos somos
iguales pues somos hermanos, que hay que querer a España como si fueran tus
padres, que hay que servirla al igual que servimos a todos los que nos pueden
necesitar en un momento determinado.
Julita cose en su sillón que está justamente al
lado del de su marido que le sonríe mientras mira a sus recuerdos. Julita ve la
televisión y ya no entiende nada pues el mundo parece ir muy dispar a lo que en
verdad quiere, necesita y siente la gente. Ha visto como una chica decía que se
tenía que abolir la Familia y educar a los hijos en tribus donde nadie fuera
padre o madre de ninguno. Piensa que esta criatura no ha tenido hijos pues si
no no podría hablar con ese desgarro de lo mejor que Dios ha regalado a la
mujer: La posibilidad de ser Madres.
Y Julita sigue cosiendo un precioso uniforme verde
de Guardia Civil que va a ser su “pequeño” regalo para su nieto ahora que se
acerca el día de su Primera Comunión.
-¡Pero abuelita, el tricornio quiero que sea el
del abuelo!
- Sí, hijo mío y la cruz que lleves ese día en el
pecho será la de tu bisabuelo Marcial que tanto te quiso sin llegar nunca a
conocerte pues murió demasiado joven cuando socorría a unos montañistas que se
habían quedado atrapado.
- Sí, pero el tricornio el de abuelo...
Y Julita lo mira mientras él pierde la mirada en
su ventana de cada día sonriendo con lágrimas de honda emoción en los ojos y
escucha a lo lejos como la chiquillería juega a la pelota en la Plazuela Vieja.
Jesús Rodríguez Arias
Muy Bonito!!!!
ResponderEliminarQue bello homenaje !!!
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