En el pueblo de su niñez vivía
con sus padres, hermanos, abuelos y sus tíos Nicasio y Hermenegildo también lo
hacían en los meses que su trabajo con el ganado se lo permitía. Era una
familia amplia en una casa de campo pequeña en la que nunca se sentía frío.
¿Hambre? No recordaba haberlo
pasado pues entre lo que daba la tierra y los negocios entre vecinos siempre
había algo que llevarse a la boca.
Vivían en un precioso pueblo
en medio del campo donde las diferencias sociales la ponían Don Cosme, que era
el señorito y alcalde perpetuo del cual se decía tenía muy malas pulgas hasta
que iba al Casino para tomar una infusión que después siempre era una copa de
lo que fuera. Cuando salía de este regio lugar donde la gente normal y
corriente no se le permitía la entrada era algo más simpático aunque igual de
roñoso para con sus trabajadores o cualquiera que se le acercaba a pedirle
cualquier cosa.
Don Cosme estaba casado con
Doña Eulalia, que era un alma caritativa y que ayudó al pueblo en casi todo lo
que podía. Don Cosme tenía 16 hijos aunque la mayoría estaban estudiando
internos en prestigiosos centros de enseñanzas tanto en el país como en el
extranjero.
Pues sí, Don Cosme era el
señorito que dejaba de serlo cuando entraba en su casa y se encontraba a su
mujer que con una mirada le decía todo. Si, Don Cosme se desbarataba con Doña
Eulalia también lo hacía con Don Rufo, el cura del pueblo, que tiene más de los
60 años y que lleva en la parroquia más de media vida.
“Mira Cosme, cuando tú tirabas
piedras a las gallinas del bueno de Sixto, yo ya confesaba a tu padre que era
bueno y bondadoso”. Don Cosme agachaba la cabeza y se iba por donde había
venido.
Don Práxedes, el médico, y Don
Hilario, el farmacéutico, le reían las gracias aunque no la tuviera pero Don
Zenón, el maestro, que le decía con voz grave: ¡No ves Cosme que tanta maldad
te hace daño! ¡No ves que nadie te quiere, vamos, ni tú mismo!
Don Cosme lo miraba con odio y
le decía en voz alta: Zenón, cuando me hartes “te daré café”. Silencio en el
Casino, caras pálidas menos la del buen profesor que le contestaba con rica
sorna: ¿No puede ser más un té? Y entonces estallaba una balsámica carcajada.
En el pueblo de su infancia
había de siempre una Casa Cuartel de la Guardia Civil que tenía jurisprudencia
en una amplia comarca. Estaban destinado el Teniente Flores, el Sargento
Mirandilla y el Cabo Luque amén de 18 agentes con sus respectivas familias.
Algunos llevaban más tiempo allí que el mismo Cuartel y otros iban y venían
cada año.
El Teniente Flores tendría
unos cincuenta, piel morena de tanto sol, pelo cano y uniforme siempre
impoluto. Viudo con tres hijos pues su Margarita marchó de una mala enfermedad
hace ahora cinco años. Hombre bueno, leal, justo, piadoso y por tanto enemigo
de Don Cosme. El señorito ya había hablado con Madrid para que lo destinaran a
otros sitios, cuando más lejos mejor, pero tendría que estar muy bien
posicionado ya que cada vez que lo pedía se acababa la conversación y
amablemente le indicaban la puerta mientras desde dentro del despacho llamaban
al agente que estaba de guardia para que acompañase a este ilustre señor a lo
redondo de la calle.
El pueblo y sus habitantes se
sentían seguros gracias al Teniente Flores y sus hombres, se sentían cómodos
con sus Familias, se sentían amparados y protegidos pues sabían que tras esas
paredes habían hombres buenos que estaban para defendernos a todos y no como
ese Don Cosme, mal rayo le parta, que no hay día que no haga de las “suyas”…
El tiempo pasó y aunque Don
Cosme envejecía sus mismas miserias lo mantenían joven, parecía que había hecho
un pacto con el mismo diablo aunque en verdad y a pesar de todo el daño que
había hecho en su vida se le podría considerar un “pobre diablo”.
Tres decisiones encolerizaron
el pueblo que estuvo a punto de estallar: La primera esa caída “accidental” del
burro que llevaba a Don Zenón a esos colegios que rodeaban el pueblo donde los
niños crecían en sabiduría y buen hacer. Una caída, una noche infernal sin
poderse mover, al otro día lo encontraron muy mal y murió a las pocas horas….
Don Cosme le decía a quienes
quisiera escuchar: Zenón, ha tomado su propia taza de café… Y se reía, se reía,
hasta que se ahogaba con la tos.
El pueblo quería “vengar” la
memoria de un hombre justo y sabio y fueron precisamente Don Rufo y el Teniente
Flores quienes apaciguaron a las ovejas porque esa no era forma de honrar la
memoria de un sabio con un corazón de oro.
Doña Eulalia, en cuanto se
enteró del grotesco comentario de su marido, le dijo que se marchaba a la casa
familiar de donde era, que ella era la que ponía dinero y patrimonio en este
falso y dañino matrimonio que me has dado, que ahora se las tendrá que aviar.
Don Cosme, hundido en la
miseria personal más que financiera, fue a ver a un amigo del ministro de
entonces para que accediera a su petición de cambio de este Guardia Civil
“tocacojones” que solo sabe decir que él está para servir a España y los
españoles y en esos entramos todos y no unos cuantos como debiera ser…
Ya Don Cosme era un hombre
influyente y su deseo se hizo realidad. Fue destinado a la Capital con el
empleo de Capitán donde se retiró a los pocos meses.
Don Cosme al poco tiempo con
el viento a favor de los gobernantes hizo uso de la cesión del suelo que hace
tanto ofrecían ese terreno para hacer el Cuartel de la Guardia Civil, que
aprovechando que estaban terminando uno más moderno en el pueblo de más allá,
ese edificio pasaría a manos municipales y se construiría un hotel de la cadena
de un amigo muy íntimo cercano a todo movimiento tanto ideológico como de
cartera.
Sucedió que el día que se fue
la Guardia Civil todo el pueblo lo despidió por todas las calles con el grito
de ¡¡Gracias!! ¡¡No os olvidaremos!! ¡¡No os vayáis!!
Con el único que no pudo fue
con Don Rufo que cada domingo lo señalaba en Misa y le preguntaba que estaba
haciendo con su pueblo y sobre todo con su alma. Él se levantaba y le decía:
¡Algún día cura usted también se irá a “tomar café”!
Es verdad que el pueblo
contaba con un hotel de categoría que traían a clientes “importantes” pero el
pueblo no era el mismo, no podía serlo, porque ya no tenían a la Guardia Civil,
a los que velaban por sus desvelos, a los que los protegían de ese poder que
solo vive por el dinero…
Un día llegó al pueblo un
joven distinguido, de porte severo, y se presentaba como Lorenzo. El
primogénito de Don Cosme que había estudiado en el extranjero y se fue a verlo
directamente a su casa-despacho de la alcaldía. Se lo encontró decrépito y con
los ojos llenos de sangre y hedor.
“Hola padre, soy Lorenzo, su
hijo el mayor. Me he licenciado en Economía y ejerzo en una multinacional
americana que tiene sede en París”. “Allí está madre que no hay un día que no
se acuerde de usted, que rece por salvar lo que ella piensa que es insalvable”.
“Vengo a rogarle que deje de
hacer tanto daño, que la buena gente de aquí no tiene culpa de sus miedos y sus
odios, que la vida no debe ser así”.
Don Cosme no podía hablar
mientras su hijo continuaba…
“vengo a decirle que he pedido
excedencia en el trabajo, vengo a decirle que he estado hablando con un buen
amigo que es Secretario del Ministerio, que ya ha cambiado de titular, para
hacerme cargo del pueblo como alcalde, que como soy de aquí he hecho dos
gestiones para que vuelva la Guardia Civil al pueblo, a la Casa Cuartel que se
le va a construir expresamente”. “Padre, le ruego, coja todos sus recuerdos y
márchese porque usted nunca ha querido a nadie en su desgraciada vida”.
“Y.., yo…, que voy hacer….¿donde
voy?”
“Vaya a ver a Don Rufo, que lo
está esperando”.
Y Dos Cosme entró en la
pequeña Iglesia que tanto había menospreciado y vio al viejo Don Rufo que se
acercó mientras le cogía del hombre: “Cosme, Cosme, todo el mal que hagas lo
pagas aquí en vida...”
“¿Y donde voy a ir Cura?
“¡Conmigo!”. Soy mucho mayor
que tu y el próximo mes me retiro. Tú estás más decrépito y torpe que yo pues
la ruindad tiene efectos secundarios para el que la imparte. Vivirás en la Casa
Parroquial y en unas semanas nos iremos a la residencia que tenemos los curas
en lo alto de la montaña, ya está todo solucionado, y allí vivirá hasta morir,
espero que en paz con Dios y contigo mismo, podrás sentirte solo pero en verdad
nunca lo estarás… Eso es lo que diferencia a los que practican el Bien y la
Bondad del Amor y los que han destruido sus vidas dañando a los demás.
Y el pueblo siguió adelante
con un buen alcalde, con un joven cura lleno de fuerza apostólica, con Doña
Sarmientos que impartía clases y el Cuartel de la Guardia Civil que mantenía la
ley, el orden y sobre todo esa protección que tantos echaron en falta cuando se
tuvieron que marchar…
Jesús Rodríguez Arias
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