viernes, 6 de abril de 2018

MARTA...




Hoy se había puesto frente a esa cuartilla en blanco, se había dicho a sí misma que de este momento no pasaba, que tenía que expresar lo que sentía en el alma a modo de rasgar el papel con la pluma que él le regalara hace más de 35 años.

Tenía tanto que decir que pensaba que a lo mejor no tendría papel suficiente, tenía tanto que argumentar, tanto que reprocharse, tanto que llorar que ya sin pensarlo las lágrimas recorrían la cara impregnando la misma del inmenso dolor que sentía.

Recuerda que ese día, hace ya más de veinte años, le dijo a su padre que se iba a vivir con su novio mirándolo con esa clase de altivez que solo tienen los jóvenes cuando se creen en posesión de esa verdad tan absoluta que ahora se da cuenta ni era verdad y menos absoluta.

Recuerda que no dijo ni si ni no sino que la miró con ojos llenos de lágrimas pues no aprobaba nuestra relación, no podía hacerlo, pero se mantuvo firme, como él lo era, como siempre lo ha recordado, y en medio del silencio ella abandonó ese nido, esa casa donde todos habían crecido juntos, abandonaba también a su madre que lloraba con cierta desesperación, con tristeza profunda.

Marta, que así se llamaba, se marchaba a vivir una nueva vida con Iñigo, un joven que conociera hace cinco años que la llegó a encandilar entonces y engatusar después.

Marta se fue a un caserío en un pueblo vasco profundo de latentes ideas abertzales donde su pareja era concejal y hombre muy comprometido con apoyar desde las instituciones, desde labores comunicativas, desde un ingente ejercicio propagandístico, de la “causa vasca” donde los asesinos y terroristas eran considerados gudaris que pagaban con sus vidas el honor de luchar por su tierra, donde las víctimas matadas con tiros en la nuca o destrozados por coches bombas eran los atroces “enemigos”.

Marta nunca pudo demostrar que Iñigo perteneciera a ETA, que estuviera en su círculo, pero si que defendía sus premisas. Ella, hay que decirlo todo no pudo participar nunca de ninguna marcha, de nada de nada, porque no le salía y aunque no sabía apreciarlo la verdad es que todo ese “mundo” le repugnaba desde lo más recóndito de su alma. Ella había sido educada en la “parte contraria” y todos recelaban de la nueva novia, de la nueva aventura, de Iñigo que de siempre fue muy promiscuo en amoríos.

Marta quedó embarazada de Iñigo antes de pasar para casarse por el ayuntamiento donde Josu, el alcalde y entregado de la independencia vasca, le dijera que aunque Marta no fuera de los suyos, el gudari que llevaba dentro seguro que será un buen soldado.

Ella tembló nada más escucharlo y pensó que estaba haciendo allí, que ese no era el mejor lugar para educar a su niño, que ese odio resentido no hace libre a un pueblo sino que lo condena a la esclavitud para siempre.

El niño se llamó Iñaki y la niña que vino poco después Arantxa que era el orgullo patrio del padre porque veía en sus pequeños su gran triunfo contra España. Marta no entendía esto, ni lo compartía, ni quería entenderlo…

Iñigo había cambiado en estos doce años y ahora era más intolerante, más reacio a compartir cosas con ella, quería llevarse a los niños pero que ella no viniera pues no era bienvenida, pues nunca podría ocultar que es lo que es, que tanto ella como su padre y familia son unos asquerosos maquetos.

No pudo más y decidió dejarlo, pedirle el divorcio, nunca tendría que haberse casado con esta hiena sin el más mínimo escrúpulo. Es verdad que nunca apretó un gatillo pero si con sus palabras mataba y hería a quienes se pusieran por delante.

Lo único bueno de esta relación sus hijos que pese a los intentos del padre y amigos de meterlos en las ikastolas consiguió que se educaran en el colegio de monjas que había a las afueras donde crecieron alejados de tanta impiedad, de tanta locura, de tanto miedo…

Fue tan virulenta la reacción de Iñigo cuando su amigo Josu le dijo que su mujer quería divorciarse y llevarse a los niños que tuvo que pedir ayuda a la Guardia Civil donde los acogieron enseguida. El proceso fue más largo del deseado y al final, una vez libre de vínculo legal, se cambiaron de domicilio, fuera de la región, donde empezarían de nuevo. Sus hijos le confesaron que sentían miedo de su padre y de los amigos de su padre pues tenían esa clase de mirada perdida en eterno rencor.

Han pasado tres años desde que todo eso sucediera y ahora tiene nueva vida. Trabajo en lo suyo, en lo que había estudiado, y sus hijos crecen felices sin tener noticias del padre ni de la gente que rodeaba al padre.

Ella sabe que tanto Iñigo y Josu fueron detenidos por colaboración con ETA y hoy cumplen prisión en Canarias. Ella sabía que su ex-marido no podía terminar bien con tanto odio que le hervía en el pecho aunque supiera a ciencia cierta que nunca había apretado un gatillo.

Hoy quiere escribirle a su padre, hoy quiere contarle lo que pasó, hoy quiere decirle que tenía razón, que ese chico no era buen trigo. Hoy quiere rasgar el papel como las lágrimas rasgan su corazón. Hoy quiere pedirle perdón y con él a su bendita madre, sus hermanos, familia y tantos a los que decepcionó cuando se fue con el tal Iñigo en un acto de insensata rebeldía.

Hoy necesita escribir a su padre para decirles que tiene dos nietos buenos de verdad, salen a él y a madre seguro, que decirles que lo quiere con locura y que nunca de sentirse orgullosa de ser la hija de quién es porque su padre, ese hombre firme, recto, correcto, amable y ahora anciano, ha sido y es por siempre Guardia Civil.

Jesús Rodríguez Arias

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