Hoy se había puesto frente a
esa cuartilla en blanco, se había dicho a sí misma que de este momento no
pasaba, que tenía que expresar lo que sentía en el alma a modo de rasgar el
papel con la pluma que él le regalara hace más de 35 años.
Tenía tanto que decir que
pensaba que a lo mejor no tendría papel suficiente, tenía tanto que argumentar,
tanto que reprocharse, tanto que llorar que ya sin pensarlo las lágrimas
recorrían la cara impregnando la misma del inmenso dolor que sentía.
Recuerda que ese día, hace ya
más de veinte años, le dijo a su padre que se iba a vivir con su novio
mirándolo con esa clase de altivez que solo tienen los jóvenes cuando se creen
en posesión de esa verdad tan absoluta que ahora se da cuenta ni era verdad y
menos absoluta.
Recuerda que no dijo ni si ni
no sino que la miró con ojos llenos de lágrimas pues no aprobaba nuestra
relación, no podía hacerlo, pero se mantuvo firme, como él lo era, como siempre
lo ha recordado, y en medio del silencio ella abandonó ese nido, esa casa donde
todos habían crecido juntos, abandonaba también a su madre que lloraba con
cierta desesperación, con tristeza profunda.
Marta, que así se llamaba, se
marchaba a vivir una nueva vida con Iñigo, un joven que conociera hace cinco
años que la llegó a encandilar entonces y engatusar después.
Marta se fue a un caserío en
un pueblo vasco profundo de latentes ideas abertzales donde su pareja era
concejal y hombre muy comprometido con apoyar desde las instituciones, desde
labores comunicativas, desde un ingente ejercicio propagandístico, de la “causa
vasca” donde los asesinos y terroristas eran considerados gudaris que pagaban
con sus vidas el honor de luchar por su tierra, donde las víctimas matadas con
tiros en la nuca o destrozados por coches bombas eran los atroces “enemigos”.
Marta nunca pudo demostrar que
Iñigo perteneciera a ETA, que estuviera en su círculo, pero si que defendía sus
premisas. Ella, hay que decirlo todo no pudo participar nunca de ninguna
marcha, de nada de nada, porque no le salía y aunque no sabía apreciarlo la
verdad es que todo ese “mundo” le repugnaba desde lo más recóndito de su alma.
Ella había sido educada en la “parte contraria” y todos recelaban de la nueva
novia, de la nueva aventura, de Iñigo que de siempre fue muy promiscuo en
amoríos.
Marta quedó embarazada de
Iñigo antes de pasar para casarse por el ayuntamiento donde Josu, el alcalde y
entregado de la independencia vasca, le dijera que aunque Marta no fuera de los
suyos, el gudari que llevaba dentro seguro que será un buen soldado.
Ella tembló nada más
escucharlo y pensó que estaba haciendo allí, que ese no era el mejor lugar para
educar a su niño, que ese odio resentido no hace libre a un pueblo sino que lo
condena a la esclavitud para siempre.
El niño se llamó Iñaki y la
niña que vino poco después Arantxa que era el orgullo patrio del padre porque
veía en sus pequeños su gran triunfo contra España. Marta no entendía esto, ni
lo compartía, ni quería entenderlo…
Iñigo había cambiado en estos
doce años y ahora era más intolerante, más reacio a compartir cosas con ella,
quería llevarse a los niños pero que ella no viniera pues no era bienvenida,
pues nunca podría ocultar que es lo que es, que tanto ella como su padre y
familia son unos asquerosos maquetos.
No pudo más y decidió dejarlo,
pedirle el divorcio, nunca tendría que haberse casado con esta hiena sin el más
mínimo escrúpulo. Es verdad que nunca apretó un gatillo pero si con sus
palabras mataba y hería a quienes se pusieran por delante.
Lo único bueno de esta
relación sus hijos que pese a los intentos del padre y amigos de meterlos en
las ikastolas consiguió que se educaran en el colegio de monjas que había a las
afueras donde crecieron alejados de tanta impiedad, de tanta locura, de tanto
miedo…
Fue tan virulenta la reacción
de Iñigo cuando su amigo Josu le dijo que su mujer quería divorciarse y
llevarse a los niños que tuvo que pedir ayuda a la Guardia Civil donde los
acogieron enseguida. El proceso fue más largo del deseado y al final, una vez
libre de vínculo legal, se cambiaron de domicilio, fuera de la región, donde
empezarían de nuevo. Sus hijos le confesaron que sentían miedo de su padre y de
los amigos de su padre pues tenían esa clase de mirada perdida en eterno
rencor.
Han pasado tres años desde que
todo eso sucediera y ahora tiene nueva vida. Trabajo en lo suyo, en lo que
había estudiado, y sus hijos crecen felices sin tener noticias del padre ni de
la gente que rodeaba al padre.
Ella sabe que tanto Iñigo y
Josu fueron detenidos por colaboración con ETA y hoy cumplen prisión en
Canarias. Ella sabía que su ex-marido no podía terminar bien con tanto odio que
le hervía en el pecho aunque supiera a ciencia cierta que nunca había apretado
un gatillo.
Hoy quiere escribirle a su
padre, hoy quiere contarle lo que pasó, hoy quiere decirle que tenía razón, que
ese chico no era buen trigo. Hoy quiere rasgar el papel como las lágrimas
rasgan su corazón. Hoy quiere pedirle perdón y con él a su bendita madre, sus
hermanos, familia y tantos a los que decepcionó cuando se fue con el tal Iñigo
en un acto de insensata rebeldía.
Hoy necesita escribir a su
padre para decirles que tiene dos nietos buenos de verdad, salen a él y a madre
seguro, que decirles que lo quiere con locura y que nunca de sentirse orgullosa
de ser la hija de quién es porque su padre, ese hombre firme, recto, correcto,
amable y ahora anciano, ha sido y es por siempre Guardia Civil.
Jesús Rodríguez Arias
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