Los niños del pueblo le tenían
ese miedo que ofrece lo desconocido o lo que en verdad no se quiere conocer.
Vivía junto a sus abuelos en la destartalada casa que hay al final del cauce de
viejo río cuando ya las casas de los vecinos se han perdido incluso de la
vista.
Decían que nunca salía, que
cuando se asomaba a la ventana parecía como un alma en pena, que sus abuelos la
tenían encerrada, que…
Todos sabían que allí, en la
vieja casa del molino roto vivían los Sarmientos con su nieta después de que
sus padres murieran en un fatídico accidente de tren hace más de 10 años.
Murió el joven matrimonio y
dos de sus tres hijos pues la más pequeña se pudo salvar ya que cayó entre las
sábanas de las maletas abiertas tras el impacto.
Los Sarmientos siempre habían
sido un matrimonio raro, circunspecto, oscuro y alejado de la mundanidad. Don
Eulogio había sido el secretario del Ayuntamiento durante más de 40 años y Don
Fermina se había dedicado a cuidar al único hijo de entrambos. Luisito, que así
se llamaba, era la alegría personificada, era la luz, el color, la sonrisa en
una casa en la que parecía instalada la tristeza y el luto permanente desde que
su pequeña hermana Consolación murió de tisis una noche de un aciago día en
pleno mes de noviembre.
Los Sarmientos se marchitaron
con un dolor que no llegaron a superar aunque tuvieran otro hijo que fue la
gran víctima propiciatoria del dolor que en demasiadas ocasiones llega a ser
muy egoísta.
Luis, siempre fue un niño
alegre que cambiaba cuando llegaba a la vieja casa del molino roto pues allí
vivía en el penar. Nunca entendió a sus padres que preferían llorar y esconder
su dolor que mostrarlo y recibir el cariño de todos cuantos los querían que
eran muchos.
Luis, que tenía predestinado
el cargo de secretario del ayuntamiento cuando se jubilara su padre, decidió
dar un salto al vacío y entro a formar parte de la Guardia Civil. Prefirió una
vida de servicio y sacrificios, una vida en color verde Esperanza, a una vida
gris, oscura, de luto y penuria permanente. Prefirió que era mejor morir por
España que morir de pena.
Los Sarmientos quedaron más
hundidos en su penar cuando Luis se fue para nunca más regresar. Con el tiempo
se echó novia, casó y tuvo descendencia hijo por hijo que de vez en cuando,
nunca en noviembre, iban a visitar a los abuelos que los trababan desde esa
frialdad que da el propio desconocimiento.
Un mal día, de un aciago año,
el tren en el que viajaba la familia descarriló y los vagones saltaron por lo
alto. El resultado fue catastrófico: Más de 200 muertos y tan solo 7
supervivientes que quedaron o maltrechos o malheridos.
La familia de Luis murió al
completo salvo la pequeña que se salvó de milagro porque cayó su cuerpecito en
una maleta que llevaba las sabanas de alguien. Fue la que quedó mejor parada,
fue la que salvó su vida, fue la que fue condenada al dolor y la tristeza
porque se fue a vivir con sus abuelos que penaban su pesar de haber perdido no
solo a su hija que murió un noviembre de tisis sino a su querido Luis que había
muerto junto a su familia en ese horrible accidente de tren.
Don Eulogio fue el encargado
de ir al Cuartel donde se le rindió un sentido homenaje, donde se le impuso una
medalla que le fue entregada junto a la bandera de España que cubría el
féretro.
Desde entonces Don Eulogio
casi no entra en la biblioteca de la vieja casa del molino roto porque allí
está depositada, como la dejara aquél día, la arrugada bandera junto a la cada
vez más mohosa medalla…
Pero la niña pronto se hizo
notar, pronto quiso vivir fuera de esas pesadas cortinas que envolvían todo de
negrura, quiso que los Sarmientos no estuvieran marchitos sino que volvieran a
florecer a la vida.
Para asombro de los niños o
los vecinos que a esa hora pasaban por delante de la vieja casa del molino
roto, para estupefacción de sus abuelos, ese día no fue como había sido antes
sino que empezaría algo al que no estaban acostumbrado en esa casa: ¡Dejaría entrar
la vida!
La pequeña, que ya tenía 11
años recién cumplidos, se había vestido con un trajecito color verde, en honor
al verde uniforme de su padre, y había dejado derrengado en el baúl ese que
siempre se ponía gris tristeza. Había abierto las cortinas y las ventanas
dejando que un halo de luz potente del sol invadiera cada estancia. Dejó que
una ráfaga de aire puro descongestionara el aire viciado de dolor y llanto
eterno porque desde ese mismo día empezaría a entrar vida y alegría en esa
casa.
Doña Fermina se había sentado
en el recio sillón y aguantaba su penar entre sus manos mientras los ojos,
pocos acostumbrado a la luz, se cerraban. Enseguida llegó Don Eulogio, enérgico
como era él, dispuesto a poner orden ante el desconcierto que es la misma vida.
Entonces se la encontró, a su
nieta, vestida de verde Esperanza que era el color de ese ya anciano matrimonio
hace ya tanto que ni se acordaba. Vio una inmensa sonrisa, unos ojos llenos de
vida, unos brazos pidiendo un abrazo.
Vio tanta vida, tanto amor,
tanto como se le había escapado entre las manos por llorar no sus penas sino
sus miedos que le dijo a su mujer que se dejara de tonterías que por los niños
ya no podían hacer nada, que ellos ya eran felices, y que ellos también se
merecían serlo por ellos y por la niña de esos ojos llenos de vida.
En ese momento se abrazaron
Eulogio y Fermina, un abrazo de amor maduro y madurado, de años y tantas
vivencias. Un abrazo que no se dieron cuando murió su hija ese noviembre de
tisis ni tampoco cuando su hijo Luis muriera junto a su familia en aquél
accidente de tren…
Un abrazo que necesitaban
darse pero que cada uno escudándose en el dolor nunca llegaron hacerlo.
Tenía que ser una pequeña con
los ojos llenos de vida, con sus tirabuzones rubios como los de su madre, con ese
genio alegre y optimista como su padre, que vestía color verde Esperanza la que
hizo que ese preciso día empezaran a vivir de nuevo, que empezaran una nueva
vida.
Desde entonces la vieja casa
del molino roto nunca fue la misma pues en ella se instaló la alegría, la
chiquillería jugaba en sus bonitos columpios mientras los amigos de siempre de
los Sarmientos volvieron a ocupar un sitio en la vida de este anciano
matrimonio que ahora si estaban llenos de vida.
Y todo fue por su nieta, su
querida nieta, que un día decidió que la vida hecha alegría en la Esperanza
volviera y habitara el cementerio que a base de recuerdos en esa fría casa se
mantenía.
Todo fue cambiar el color del
vestido, descorrer las gruesas cortinas y dejar entrar en el salón el sol que
nos alumbra cada día.
Todo fue gracias a su nieta,
su nietecilla, que se llama Esperanza como la vida misma.
Jesús Rodríguez Arias
Con este artículo me despido
hasta que pasen las Fiestas que están por venir ya que son días de mucho
trasiego familiar, de muchos reencuentros, de muchas alegrías, de muchos
recuerdos, de mucha Esperanza…
Os deseo a todos una Feliz
Navidad y un año 2018 lleno de lo mejor para seguir compartiendo la vida día a
día cada vez que abrimos la ventana.
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