No sabe por qué pero cuando
estaba junto a su abuela Lucía se sentía bien, acogida, con el calor esponjoso
del Amor. Su abuela Lucía era ese tipo de persona amable, sencilla, siempre con
una sonrisa en la mirada, nunca se quejaba, nunca protestaba, nunca le dolía
nada aunque le costara tanto levantarse de la silla para ir a trastear a la
cocina o limpiar aquél cacharro que ella decía no tenía el brillo de siempre…
Es que su abuela Lucía lo era
todo para ella y más desde aquella tarde de aquél verano que no olvidará
mientras viva.
Juan y Marga eran sus padres,
eran dos personas que aunque ya entraban en la madurez siempre parecían
demasiados jóvenes, eran ese tipo de personas que no quieren envejecer sino
permanecer en la eterna juventud de cuerpo porque el alma es otra cosa.
Juan y Marga llevaban los dos
un despacho profesional que los tenían absortos en su trabajo, en sus
reuniones, en sus viajes, en sus congresos, en sus cosas… Por eso no querían
tener hijos porque ellos y sus carreras estaban antes que nada ni nadie.
La pequeña Lourdes fue
concebida una exitosa noche tras la presentación de un brillante proyecto que
fue aprobado por una empresa árabe, de las del petrodólar, de las que algunos
viven muy bien y el resto, el resto no aparece en las fotos.
Juan y Marga, que por entonces
no estaban ni casados, en verdad nunca lo estuvieron porque ellos no creían en
nada salvo en ellos mismos, pasaron de las copas, a las risas, de las risas, a
los susurros, de los susurros a…
Cuando Marga supo que estaba
embarazada se llevó un gran disgusto pues era una piedra en el camino de la
felicidad que había construido con Juan. Se lo dijo y él estuvo varios días sin
hablarle porque se sentía engañado, porque no quería a esa criatura que fue
fruto de una noche de pasión y de éxito.
¿Así me lo pagas? ¿Quedándote
embarazada?
¡No es culpa mía, Juan! ¡No es
culpa mía!
Fue la abuela Lucía, la madre
de Marga, la que cogió el toro por el cuerno y la arropó, la animó a tener a
esa bendición, a un ser único, a un regalo del mismo Dios…
¡Cállate mamá, que Dios no
existe! Le refutaba indignada Marga que vivía para y por ella. No dejó de
hacerlo en los meses que duró el embarazo pues no cambió ni su agenda ni su
forma de vida. Ella quería abortar, Juan se lo decía insistentemente, pero
había un algo que se lo impedía y sobre todo la abuela Lucía que siempre le
contestaba: ¡Cuando lo tengas me lo das y Santas Pascuas!
Al principio no lo eliminó
porque empezaron a contratarlos empresas del ámbito prenatal y después porque
aunque no quisiera reconocerlo empezaba a querer a esa criatura mientras Juan
la miraba con desprecio mientras le ofrecía sus piropos a todas menos a ella.
Marga, hija, ese novio tuyo es
un mal hombre. ¿No ves cómo te maltrata? Pues que sepa que la hija que traes
adentro también es obra suya, que debería quererla porque creo que es lo único
bueno que ha hecho en su vida.
¡Calla, madre! ¿Tú que sabrás!
Aunque después quedaba callada
pensando en la verdad de la realidad que había dibujado su madre.
¡Qué diferencia entre el
cabeza loca de tu Juan con la honorabilidad y el cariño de tu padre!
Nicolás, fue durante su vida
Guardia Civil y vivió desde la rectitud de comportamiento y el cariño de su
carácter amable y bondadoso. Ayudaba a todos por igual y para él nadie fue más
ni menos que nadie.
Murió hace algunos años cuando
llevaba más de 10 retirado. Quiso morir con su verde y gastado uniforme y esos
galones que le habían costado sudor, mucha sangre y todo el Honor del mundo.
Todavía se le recuerda y hasta el alcalde le puso una calle cerquita del viejo
Cuartel.
Si Nicolás hubiera vivido
seguro que ponía a Juan en órbita de una gran patada en el culo pues un chulo
prepotente, un niñato engreído, no hace lo que le está haciendo a su Margarita
del alma.
Pero ha muerto y es ella,
Lucía, la que tiene que luchar con las “armas” de mujer y sobre todo de madre
porque ansía ser abuela de una inocente criatura que ha tenido la mala suerte
de tener unos padres que solo miran por y para ellos porque los demás ni
interesan, ni existimos.
Marga, empresaria chic, quiso
dar a luz, parir de toda la vida, en la mejor clínica del país porque así
saldría en las fotos que después le reportaría negocios, intereses y
dividendos.
En el papel couché se pudo ver
a un “emocionado” Juan que llevaba un ramo de flores a su pareja y un gran oso
de peluche a su hija. Sonrisas, poses y una cara de asco cuando se encontró con
una enfermera cuando le dio a su hija en brazos.
Juan le dijo a Marga que la
niña se llamará Oásis, que era un nombre moderno y que vendría bien a nuestro
despacho.
Marga asintió y le dijo que
pensaba.
Marga, no te nubles cariño,
dejaremos que cuide a la niña una empresa que se dedica a estos menesteres, que
tu y yo tenemos muchos proyectos por delante. Después cuando crezca la
meteremos en un internado, después a la universidad en Estados Unidos y cuando
se quiera dar cuenta seremos dos desconocidos para ella y ni querrá vernos.
Le pasaremos dinero para que
no le falta de nada y que nos deje en paz.
Y Marga lloró, no por alegría
sino por inmensa tristeza al ver y comprobar como el egoísmo de Juan era tan
devastador.
La abuela Lucía que estaba
sentada en el sillón de esa famosa clínica con la pequeñita en brazos se
levantó y les dijo que de eso nada, que la niña se llamará Lourdes y que se
quedará en casa, en la mía, en la de su abuela, en la de su madre si ella lo
quiere.
Fue tal la determinación y
fuerza de esa frágil viejecita que no hubo respuesta.
Juan le dijo a Marga: Sí, tu
quieres que eso sea así ya hemos dicho lo que teníamos que decir y hemos
terminado. Disolvemos el accionariado de la empresa y tu te quedas con esa niña
y yo con el éxito. ¿Tu verás?
Una pregunta que jamás fue
respondida pues la abuela Lucía, puso a la niña en su cunita, cogió por el
brazo a Juan y lo conminó hacia la puerta mientras le decía con su habitual
amabilidad: ¡Vete de aquí mezquino y no vuelvas! Desde ahora Marga ya no es nada
para ti, nunca lo ha sido, pero ten seguro que Lourdes, te guste o no, siempre
será tu hija aunque ni ella ni nosotros queremos nada de ti. Vete con tu oso de
peluche y esas flores de plástico y se las pone al jeque ese que va tan
abrigado.
Desde entonces Juan marchó
para siempre de sus vidas. La pequeña fue bautizada con el nombre de Lourdes y
su abuela Lucía le regaló esa vieja medalla de su abuelo con una pequeña imagen
de la Inmaculada de la que era tan devoto.
Lourdes ha crecido con sabor y
calor de hogar, del de su abuela Lucía y el de su mamá que trabaja en los
archivos del pueblo y que se le ve muy feliz.
Mamá está saliendo con
Bernardo, el músico que lleva instalado en el pueblo más de 10 años componiendo
canciones que después suenan en la radio. Dice abuela Lucía que más temprano
que tarde pasarán por vicaría pues a los dos se les ve muy enamorados, se
respetan, se quieren…
Su abuela Lucía le dijo que su
papá se llamaba Juan pero que un día se fue para no volver jamás. La pequeña
Lourdes comprendió que había ido al Cielo como su abuelo Nicolás mientras la
abuela pensaba en silencio:
¡Qué más quisiera Juan llegar
a parecerse a Nicolás! Su marido era un hombre querido, bondadoso y de Honor
que nunca se arrastraba y el miserable de Juan es un ser arrastrado que por
éxito ha vendido y perdido lo más grande y valioso que tendrá en su mezquina
vida. De vez en cuando lo ve, cada vez más mayor y decrépito, de fiesta en
fiesta con las jovencitas que ansiosas de prestigio son capaces de ser
cortejadas por esta clase de indeseables…
Hoy almuerzan todos en casa:
Viene Bernardo con su hija Marga que están preparando la boda, una cosa
sencilla, para la próxima primavera. Ha puesto la mesa junto a Lourdes y ahora
espera mientras reza y observa como la nietecilla de su vida mira al cielo y da
un beso a la medalla de su abuelo Nicolás, a esa pequeña imagen de la
Inmaculada que nunca se quita y que tanto ama.
Jesús Rodríguez Arias
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