¿En verdad
ha valido la pena? Se preguntaba Agustina apoyada a la ventana suya de cada día
mientras perdía la mirada en ese horizonte que tan solo era capaz de ver sus
cada vez más debilitados ojos.
¿Qué dices
Agustina? ¿Otra vez con lo mismo? Le inquiría Alfonso, su marido mientras
terminaba de leer el periódico de siempre.
Y es que sus
vidas no han sido fáciles más bien lo contrario.
Agustina y
Alfonso se casaron muy jóvenes para lo que ahora lo hacen y enseguida tuvieron
a su hija Leonor, en menos de cinco años ya su casa la poblaban cuatro niños:
Leonor, la mayor y primogénita, Carlos, Alfonso y la pequeña Agustina que era
el vivo retrato de su madre en diminuto.
Alfonso que
era Guardia Municipal en su pueblo entró a formar parte de la Guardia Civil y
desde entonces siempre vivieron de otra manera.
Han viajado
mucho y han conocido muchos lugares y pueblos de nuestra bendita España.
Alfonso que siempre fue hombre bueno, serio, disciplinado y voluntarioso
estudió para ir ascendiendo en una profesión que se había convertido en
vocación según pasaban los años.
Al poco de
agente pasó a cabo y más tarde a sargento.
Llegó a ese
pueblo para dirigir el Cuartel que allí estaba instalado. Al principio la gente
los rehuían pero con el pasar de los tiempos llegaron a integrarse en la vida
de la localidad, hacerse unos más en medio de tantos, ser vecinos de sus
vecinos y lo mismo podías ver a Agustina colaborando con la Iglesia como
catequista o dando esas clases para aprender a leer y escribir pues había
estudiado magisterio aunque nunca lo ejerciera pues se casó joven.
Cada día era
un regalo nuevo donde poder vivir en el pueblo sirviéndolo. Leonor, su hija
mayor, empezó a salir con Genaro el hijo del zapatero mientras Carlos y Alfonso
ya despuntaban como apuestos chavales y grandes conquistadores o por lo menos
eso se creían ellos. Agustina era muy chica todavía para todo esto y se
divertía jugando con Julieta y Margarita en la plaza de las cinco fuentes.
Agustina
sonreía feliz pues después de media vida de acá para allá por fin habían
encontrado acomodo para sus hijos y sus cada vez más desgastados huesos.
Un día llegó
una orden del ministerio en la cual se comunicaba que Alfonso volvía a ser
ascendido aunque no dejarían el pueblo pero tendría que hacerse cargo de toda
la comarca e ir una vez a la semana a la capital.
Con el pasar
del tiempo, que es una forma de decir la misma vida, Alfonso, el tercero de sus
hijos, les dijo que quería estudiar veterinaria y ellos empleando esos
ahorrillos que siempre guardaban para hacer algún día ese “viaje de novios” que
en su día quedó aplazado por la misma necesidad consiguieron que para el
próximo curso su hijo estuviera en la Universidad. Se quedaría en casa de Enriqueta,
la hermana de Don Práxedes, el Cura del pueblo.
Agustina,
apoyada en su ventana de cada día, pensaba que ya todo iba cambiando sin
detenerse pues sus hijos empezaban a “volar”.
Leonor ya
había formalizado su relación con Genaro, que había heredado tienda y profesión
de su padre, y se casarían para el próximo verano, su hijo Alfonso había
aprobado con nivel su primer curso de veterinaria y ahora era su hijo Carlos el
que les había dado una enorme sorpresa, una gran alegría y una honda
preocupación de las que duraría toda la vida pues había decidido ser Guardia
Civil como su padre.
Y es que la
sangre de un guardia civil no es roja sino verde le decía Alfonso a sus
compañeros de la Comandancia.
Superó
brillantemente las pruebas, fue un ejemplar alumno en la Academia, y un buen
Guardia Civil cuando tras jurar bandera y terminar el proceso de formación
salió por vez primera a la calle.
Carlos
siempre decía que su modelo, su referente, su todo en tan gloriosa y benemérita
Institución era su padre que siempre fue un recio y fiel servidor de España.
Agustina
pensaba con los ojos cerrados el por qué su hijo fue lo que fue en los peores
años que podría serlo.
Lo
destinaron al norte y eso causó un gran disgusto toda vez que se vivían esos
momentos malos, que duraron décadas, donde cada día era asesinado un guardia
civil, un policía, un magistrado, un...
Cada día que
pasaba el sufrimiento se marcaba en cada poro de la piel de Agustina y en el
severo rostro de Alfonso. Todo el día con la radio encendida y cuando el
locutor decía algo de un nuevo atentado se les cortaba la respiración.
Carlos les
anunció que había conocido a Rosalía, también Guardia Civil, y que habían
decidido casarse. Gran alegría y doble preocupación pues los dos se dedicaban a
lo mismo y además en el mismo lugar.
Arancha fue
su primera nieta de este joven matrimonio, después vendría Alfonso. La familia
se iba incrementando poco a poco cuando Leonor y Genaro anunciaron el
nacimiento de su primer vástago que llevaría el nombre familiar por excelencia:
El de Genaro.
Alfonso
estudiaba en su último año y ya tenía ofertas para trabajar en reconocidas clínicas
veterinarias y la pequeña Agustina había crecido y estudiaba Literatura también
en la Capital.
La vida iba
bien, habían formado una gran Familia y esta iba aumentando poco a poco. Si no
fuera por Carlos y Arancha que andaban por esa tierra donde no eran queridos
por unos cuantos estarían disfrutando de un merecido final de madurez y
empezando con la vejez.
A su marido
le llegó la hora de la jubilación y lo hizo con el cargo de Teniente, con
varias medallas y máximo honor. Un verde uniforme lleno de medallas, cruces y
demás emblemas simbolizaban años y años de leal servicio.
Ahora
encaraba un feliz descanso sin saber muy bien que hacer pues Alfonso desde
siempre ha sido Guardia Civil.
Era todavía
madrugada, las seis para ser exactos, y estaban acostados durmiendo ella pues
él hacía tiempo que se había despertado pues como siempre decía “tenía cogida
la hora”.
Sonó el
teléfono y los sobresaltó. Se levantó Alfonso temiéndose lo peor, toda vez
tenía ese gusanillo que sentía en el estómago cuando algo iba mal, y reconoció
la voz del Capital Ríos, de la Comandancia, que le decía: “Teniente, esta
madruga ha habido un atentado, ha explosionado un coche bomba en uno de
nuestros coches y ha muerto todos sus ocupantes entre los que estaban tu hijo
Carlos. ¡Lo siento mucho, Alfonso, no sabes cuanto lo siento!
Silencio
roto por el llanto de un viejo y recio Guardia Civil. A Agustina no le hizo
falta saber nada más.
Carlos había
muerto a manos de los asquerosos asesinos de ETA, había muerto sirviendo a
España y a la Guardia Civil que es una forma de decir que a ese pueblo donde ha
encontrado la muerte. Ha muerto dejando viuda y dos hijos, padres hermanos y
muchos que lo querían. Ha muerto dibujando con su sangre el verde uniforme y
empapando de rojo este viejo terruño. Su muerte también ha matado a su Familia
pues también para ellos quedó parado el reloj en esa maldita madrugada.
Para
Agustina, para Alfonso, esos días pasan por sus mentes como si fueran
fogonazos. Se acuerda de la multitudinaria capilla ardiente, el frío funeral
pues el cura en aquel entonces era de los que comprendía la “causa vasca” que
también explicaba el obispo Setién y el entierro en el pueblo familiar y
sobrecogedor. Sobre todo cuando le entregaron a su padre la cruz al mérito con
distintivo rojo sangre y muerte que iba prendida en la bandera española que
había envuelto el féretro de su hijo.
Ahí termino
la vida de Agustina y Alfonso aunque debían seguir para adelante por su nuera,
sus nietos, sus demás hijos...
Rosalía
terminó pidiendo destino al Cuartel donde tantos años había estado Alfonso y
sus hijos crecieron en ese amor que solo dan los que en verdad quieren a este
Cuerpo y sus Familias.
La vida
siguió para adelante sin detenerse un instante y aunque felices siempre
llevarán en el corazón a Carlos al cual se le detuvo el reloj cuando una bomba
explosionó su coche matándolo junto a tres compañeros en una fría madrugada que
no olvidaran en sus vidas.
Ahora los
tiempos han cambiado y hasta esos curas que comprendían la “causa vasca” no
están porque desde el obispo hasta el último de los sacerdotes están entregados
a sus hijos y más los que han sufrido esa lacra que ha sido el terrorismo.
¿En verdad
ha merecido la pena? Se vuelve a preguntar Agustina apoyada en la ventana suya
de cada día mientras Alfonso le dice que sí, que ha merecido la pena pues a
pesar del dolor que siente en el alma desde que se levanta hasta que se acuesta
hemos creado una Gran Familia que ha servido con su vida y también con su
sangre a los altos valores que llevamos en nuestra alma.
Y Agustina
miró ese horizonte suyo con los ojos llenos de lágrimas y de recuerdos.
Jesús
Rodríguez Arias
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